Julián
Casanova Madrid, 18
de abril, El País)*
Hace más de treinta años que los españoles tenemos una
monarquía parlamentaria y una Constitución democrática. Un largo período de
estabilidad, reformas y cambios; de profundas transformaciones políticas,
socioeconómicas y culturales. Una especie de milagro, dada la traumática
historia de España en las décadas anteriores, que atrajo la atención de
teóricos sociales y políticos de medio mundo. Y el rey Juan Carlos, que había
comenzado su reinado tres años antes de la Constitución, con un juramento ante
las Cortes franquistas, se convirtió en el “motor” o “piloto” del gran cambio
que nos llevó desde la dictadura a la democracia.
Ese proceso de transición a la democracia forma parte
ya de nuestra historia. Tema de estudio y debate, con relatos oficiales y
visiones y revisiones críticas. Pero Juan Carlos, la Monarquía y la Corona
quedaron fuera del debate. Hubo una construcción positiva en torno a él,
estimulada por políticos, intelectuales y medios de comunicación, que le dejó
fuera de las zonas oscuras, errores o deficiencias de la democracia.
Ese orden se ha quebrado en los
últimos meses, desde que estalló en el pasado otoño el caso Urdangarín hasta la
cacería de elefantes en Botsuana, pasando por el tiro en el pie de Felipe Juan
Froilán. Además del paro y de la crisis, la Monarquía, con el rey Juan Carlos a
la cabeza, es objeto ahora de controversias y de discusión pública (incluidos
los insultos, un deporte nacional cuando se abre la veda). Y el ruido no viene
como consecuencia de un movimiento social republicano, al acoso y derribo del
orden existente, sino del desmoronamiento de algunos de los pilares en que se había
basado esa construcción positiva y no sujeta a escrutinio del edificio
monárquico.
De la misma forma que la crisis, el paro y los ataques
al Estado del bienestar han puesto fin a la boyante y artificial prosperidad
anterior y nos recuerdan día tras día nuestra vulnerabilidad, los escándalos en
torno a la Monarquía están cambiando las percepciones y actitudes de muchos
ciudadanos hacia una institución sacralizada.
Se abre un nuevo escenario, difícil de predecir, que
va a ser visto por personas influyentes en la política y en la comunicación con
temor e inquietud, no sea cosa que renazcan los demonios de nuestra historia.
Parece el momento, sin embargo, de repensar el papel de la Corona en la
democracia y en la sociedad actual, no en el que tuvo, con méritos ampliamente
reconocidos, en 1975, 1978 o 1981. Antes de que el sueño de una monarquía
perpetua, limpia de sombras y manchas, acabe en pesadilla.
*(Catedrático de Historia Contemporánea
en la Universidad de Zaragoza).
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