Un hombre ha sido
abandonado por una mujer. Recluido en su hotel, un hotel de una isla
mediterránea, un lugar de burbuja, el hombre apura su gin con limón mientras
lee el periódico y reconstruye, a partir de pedazos de convivencia que se
engarzan como fotografías verbales, su historia con la mujer que se fue para no
volver, a la vez que observa, y se deja interpelar, por todo lo que le rodea. Y
ese todo incluye el monigote atornillado a la puerta del lavabo de caballeros al
que se dirige como “monigote W.C.”.
Asegura el propio autor
que, a veces, “la
única manera de hacer poesía es quedarse lo más quieto posible y esperar a que
el mundo te afecte”. Algo así hace el dolido narrador de Yo siempre regreso
a los pezones y al punto 7 del Tractatus, dejar que el mundo que ha
sobrevivido a la ruptura le afecte. Un dolido narrador que también es poeta y
que es, de hecho, el autor del libro sobre el que está vertiendo los recuerdos
de una historia de amor que no es como otra cualquiera porque es la suya
propia.
La forma que adoptan esos
recuerdos que, como restos de un naufragio aparecen aquí y allá, en mitad de la
estancia del protagonista en el Hotel Port Maó, es la del poema en prosa, un
género híbrido que le permite cruzar lenguajes, voces y estructuras. Así, el
poeta mantiene una fantasmagórica conversación con la amada ausente y a la vez
consigo mismo, a través de un objeto (el citado “monigote W.C.”) que, en
palabras del propio Fernández Mallo, “contiene, como todos los objetos que nos
rodean, un paraíso o un monstruo a la espera de decirnos algo”.
Hay amor en descomposición
y derrota en esta primera colección de poemas en prosa de Fernández Mallo, pero
también hay belleza, una belleza esférica, pues, como dijo María Zambrano y
como recuerda el autor/narrador: “Toda belleza tiende a la esfericidad». Y
luego está la tensión, auténtico motor del texto, tensión que se genera al
poner frente a frente lo irracional y lo racional, lo caótico y lo exacto, el
arte y la ciencia. Algo que resume muy bien este verso: “Nuestra historia fue
una ecuación. Un acto de fe”. Pero aún hay más. Movido por el Tractatus
Logico Philosophicus de Ludwig Wittgenstein, cuyo punto 7, al que alude el
título, dicta lo siguiente: «De lo que no se puede hablar, hay que callar», el
autor articula una aguda reflexión sobre el lenguaje y el poder de que dispone
para marcar los límites de lo real. “Todo es lenguaje, fuera del lenguaje no
hay nada, sólo vacío”, asegura el autor. Gran fresco de desposesión, de la
derrota entendida como un posible nuevo comienzo, Yo siempre regreso a los
pezones y al punto 7 del Tractatus se sirve de una suerte de flujo de
conciencia que consigue ensombrecer y anular por momentos el carácter sin duda
fragmentario de la experiencia, lo que intensifica esa tensión entre lo unido y
lo desunido, lo continuo y lo interrumpido, que, como apunta Eduardo Moga en el
prólogo, escenifica la constante batalla por definir al ser.
En palabras del propio
Agustín Fernández Mallo, que se autopublicó esta colección de poemas en prosa
en 2001, “el libro trata de los hallazgos, de los lúcidos puntos de luz que se
aparecen cuando hay una situación que no entendemos”. Admite el autor que “hay
sombra en la vida del narrador, pero está llena de luces y destellos”. Así, el
primer asalto del que no tardaría en convertirse en uno de los autores clave de
la nueva narrativa postpoética española, es una crepuscular reflexión sobre el
amor que arde hasta las cenizas, sobre la identidad a punto para el desdoblamiento,
sobre la dimensión metafísica del recuerdo y sobre el insoportable peso de la
soledad que, lejos de lamentar, catapulta al hombre derrotado a una suerte de
atormentada invulnerabilidad. El poeta narrador “ni celebra ni lamenta” y su
actitud recuerda, como se apunta en el citado prólogo, a la del herido en la
batalla que, apoyado contra una tapia, y fumando, observa la belleza del
atardecer y traza arabescos en la arena con su propia sangre. Dolorosamente
brillante.
(Prensa Alfagura)
(Prensa Alfagura)
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