Debo
empezar reiterando lo más obvio: que el premio Cervantes me ha deparado la
mayor satisfacción recibida en mi ya dilatado trayecto humano y literario. Se
trata por supuesto de un motivo de orgullo muy especial y de un honor que va a
acompañarme cada día, como un estímulo inagotable, en este ya sobrepasado
arrabal de senectud. Tengo que hacerme merecedor de este reconocimiento
magnánimo -me he repetido muchas veces-, como convenciéndome de que debía
esmerarme para que mi trabajo literario alcanzara una suficiente validez. Sólo
así iba a poder equilibrarse lo mucho que recibo con lo poco que ofrezco.
Deseo
que mi gratitud se reparta efusivamente entre cada uno de los miembros del
jurado y entre quienes han hecho posible que yo esté hoy aquí, conmovido y abrumado,
recibiendo el premio mayor de nuestras letras. Pienso en algunos poetas y
novelistas que me han precedido en este trance -Antonio Gamoneda, José Emilio
Pacheco, Juan Marsé, Ana María Matute, Juan Gelman-, que son también amigos
queridos y autores predilectos, y pienso en otros compañeros fraternales -José
Ángel Valente, Carlos Barral, Ángel González, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de
Biedma, José Agustín Goytisolo- a quienes la muerte cercenó la posibilidad de
recibir los honores que yo recibo ahora. “Falta la vida, asiste lo vivido”,
dijo Quevedo en un soneto eminente. Y eso es lo que me repito mientras recurro
a esta evocación justiciera. Y mientras procuro sobrellevar la turbadora
experiencia de hablar en una cátedra de la que irradió el magisterio del
humanismo español, y desde la que se instruyó a algunos de los grandes ingenios
de los siglos de oro.
El
premio Cervantes viene a activar un vínculo siempre latente con nuestro primer
y universal novelista, a quien me tienta aplicar el mismo encomio que dedicó
Rubén Darío a Verlaine: “padre y maestro mágico”. No se me oculta que hablar de
la significación de este premio dispone de ciertos desvíos retóricos
difícilmente evitables. Pero prefiero, en este caso, la retórica a la mesura.
He pensado mucho en las palabras que debía utilizar a este respecto. Y me he
preguntado una y otra vez qué es lo que verdaderamente le debo a Cervantes,
cuánto he aprendido de él para que, en virtud de este premio, se hayan asociado
su ejemplo y mi devoción. Y sólo he encontrado respuestas deficientes.
Si las
cuentas no me fallan, hace ahora justamente dos tercios de siglo que empecé a
adiestrarme en el oficio de escritor, por lo que quizá merezca -eso sí- un
premio a la constancia. Ya apenas si puedo evocar aquellas primeras
sensaciones, tan remotas y difusas, de mi noviciado literario. Pero algo
permanece imborrable: la certeza de que me hice escritor porque antes había
leído a escritores que me abrieron una puerta, enriquecieron mi sensibilidad,
me incitaron a usar la misma herramienta que ellos para interpretar la vida,
para aprender a descifrarla. Sin esa enseñanza previa, nada habría sido lo
mismo, claro. Tampoco yo estaría aquí ahora. Soy consciente de que mi biografía
literaria depende tanto de los libros que he escrito como de los que he leído.
Todos ellos constituyen como una especie de espejo múltiple donde me veo frecuentemente
reflejado, y en todos ellos se alojan no pocos de mis descubrimientos de la
vida precisamente porque también en esos libros descubrí otras vidas,
experimenté la sensación de que algo había allí que me ofrecía la posibilidad
de compartir un mundo ignorado y excitante.
Es
posible que encontrara en aquellas lecturas algo parecido a una contrapartida,
una compensación frente a la falta de asideros o los desconciertos de la edad.
¿Quién duda que leer es reconocernos en los otros, desentrañar lo que somos,
recuperar lo que hemos vivido, incluso lo que no hemos vivido, resarciéndonos
de nuestras propias carencias? Recuérdese que todos aquellos que se han valido
de la opresión (desde los terrores inquisitoriales a los de cualquier censura
dictatorial) para programar el mantenimiento de sus poderes, han coartado la
libre circulación de las ideas. Los enemigos históricos de la libertad han
recurrido desde siempre a una suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes
o quemaban libros. En las ficciones futuristas de un mundo amorfo,
despersonalizado, regido por computadoras, la quema de libros representa algo
más que un mandamiento atroz: es una metáfora de la esclavitud. Bien sabemos
que destruir, prohibir ciertas lecturas ha supuesto siempre prohibir, destruir
ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba conocimientos. Y quien no
almacenaba conocimientos era apto para la sumisión. De lo que fácilmente se
deduce que conocimiento y libertad vienen a ser nutrientes complementarios de
toda aspiración a ser más plenamente humanos.
Pienso
que tal vez pueda permitirme una modesta jactancia en este sentido. Quiero
decir que esa alianza que el escritor mantiene con sus primeras lecturas, con
las fuentes literarias de su historia personal, tiene en mi caso -o yo deseo
que tenga- un preámbulo inolvidable. Estoy refiriéndome a la inmediata
posguerra, cuando se cimentaba el infortunio histórico del franquismo y cundían
por el país muy variadas formas de desolación. Siempre me he hecho una pregunta
obstinada: ¿empezaba yo a indemnizarme con la lectura de lo que me negaba aquel
tiempo desdichado, pretendía remediar con el placer de un libro los sinsabores
y privaciones de la historia? No creo que fuera consciente de nada de eso,
claro. Pero puedo aventurar algunas pistas. Tengo muy presente, por ejemplo,
que en el colegio de los Marianistas de Jerez, cuando yo cursaba el cuarto o
quinto curso de Bachillerato, tuve un profesor de literatura, culto y
afectuoso, que me facilitó una especie de florilegio hecho por él de las más
llamativas aventuras de don Quijote. Quizá tardara en empezar a leerlas, quizá
no había superado todavía esa prevención ante lo que se supone árido o
dificultoso, pero cuando lo hice libremente algo inesperado se filtró en mi
capacidad receptiva. No fue ninguna lección prematura, fue simplemente una
conmoción insospechada.
Aún puedo
revivir las emociones que me transferían esas precisas andanzas de don Quijote.
No conservo el recuerdo sino el sedimento del recuerdo, la constancia
placentera de haber descubierto un mundo fascinante, de haber roto un sello,
abierto una ventana por la que podía asomarme a una nueva experiencia de
lector, es decir, a una nueva enseñanza de la vida. Quiero recordar que medio
entendí entonces que un libro te habla, pero también te escucha, que el hecho
de elegir un libro y compartir con él una misma aventura también supone un
ejercicio de libertad. Tal vez pudo ser ese el punto de partida de mis
iniciales tentativas literarias, tal vez se inició en aquel ya distante tramo
biográfico una vaga atracción sensible por el cultivo de la poesía. Aunque lo
más seguro es que todo eso no sea sino una conjetura que me planteo al cabo del
tiempo, cuando admitir su veracidad tiene ya mucho de licencia poética.
Entre
las reflexiones que pone Cervantes en boca de don Quijote, destaca con singular
notoriedad la defensa que hace de la poesía ante don Diego de Miranda,
afirmando que “engloba todas las demás ciencias” (un juicio, por cierto, que
vuelve a esgrimir el licenciado Vidriera –lo supe más tarde- con las mismas
palabras. Por ahí empezaría yo a vislumbrar, me imagino, el sentido esencial de
la poesía, esa germinación secreta que se propaga a lo largo de toda la prosa
inmarchitable del Quijote. Como decía otro alcalaíno ilustre, Manuel Azaña, en
esa prosa de poeta se estabiliza “la corriente maravillosa que Cervantes
introduce en lo real para descomponerlo”. Cierto. Creo que ahí está expresada
una de las más palmarias claves poéticas de la novela, ese paradigma creador
que hizo las veces de anticipo fundacional de todas las posteriores
literaturas. ¿Supe todo eso cuando compartí por primera vez las andanzas de don
Quijote o no fue sino una intuición, un sentimiento anticipatorio que
permaneció latente en mi conciencia hasta años después? Tampoco me importa
mucho aclararlo. Me basta con la presunción de que algo así tuvo que ocurrir.
Insisto en que, visto a una distancia ya tan excesiva, no tengo otra elección
que creerme a mí mismo.
Cervantes
fue casi siempre un hombre de mala ventura y un poeta por lo común desdeñado.
Ni siquiera hace falta añadir que la rutina o la ligereza postergaron
injustamente esa vertiente de la obra cervantina. Más de una vez se ha dicho
que quien escribió el Quijote no podía ser sino un gran poeta. Estoy de
acuerdo. En el Quijote, en los aparejos de su espléndida prosa, se decantan los
alimentos primordiales de la poesía, esa emoción verbal, esas palabras que van
más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que
conducen a la iluminación, a esas “profundas cavernas del sentido” a que se
refería San Juan de la Cruz. No es ajena a la seducción que emana del Quijote
ese concepto de la poesía entendida como una construcción verbal, como un acto
de lenguaje que alumbra las “cavernas del sentido”. Abundan además en la obra
de Cervantes referencias a su perseverante amor por la poesía. Y, en efecto,
así lo atestiguó a lo largo de su incierta vida, sin que esos empeños
merecieran otro futuro que el de quedar oscurecidos ante la poderosa luminaria
del Quijote.
He
pensado con frecuencia en esa parcela de la vida de Cervantes medio emborronada
por la incertidumbre, los equívocos, las zonas de penumbra. No se olvide que
Cervantes inicia la publicación del corpus fundamental de su obra cuando ya
rondaba los 60 años, es decir, que es prácticamente en la última década de su
vida cuando aparecen las dos partes del Quijote, las 12 Novelas ejemplares, el
Viaje del Parnaso, las Ocho comedias y ocho entremeses y, al año de su muerte,
el Persiles. No deja de ser llamativo ese desequilibrio, ese reparto desigual
de la obra a lo largo de la vida. ¿Por qué Cervantes escribió o –mejor dicho-
por qué publicó tan poco en su juventud, incluso en su edad madura, y dio a
conocer, culminó el ejemplo universal de su obra ya a las puertas de la vejez,
de regreso de todas sus anteriores alianzas con la adversidad? No se trata ya
de trabas editoriales o desarreglos viajeros, sino de evidencias cronológicas.
Recuérdese lo que Cervantes confiesa con desgana en el prólogo a Ocho comedias
y ocho entremeses: “tuve otras cosas en qué ocuparme, dejé la pluma y las
comedias…” Son muchos los años de abandono literario a partir de la Galatea:
casi dos décadas difusamente ocupadas en esos quehaceres irregulares que, en
cierto modo, aportan a la vida de Cervantes una de sus más literales
sugestiones. Ese largo silencio literario no es el silencio de quien ha elegido
no hablar, sino de quien ha hecho del soliloquio un método de maduración previa
de la palabra. Es el mutismo del que lo observa todo para no olvidar nada.
Ya me
corregirá el profesor Francisco Rico si me equivoco, pero esas andanzas medio
enigmáticas de Cervantes, esas huidas imprevistas, tantas vaguedades, zozobras,
cautiverios, vienen a trazar como la síntesis biográfica de un perdedor, de un
hombre de azarosos lances, casi de un aventurero que, como don Quijote, fue
acumulando decepciones, fracasos, desdenes. Pero nunca, sin embargo, renunció a
ir macerando en la memoria su más universal empeño creador: el que hizo de la
libertad un fecundo condimento literario. Basta una simple ojeada al esplendor
polifónico de su gran novela para entender que todo lo que tuvo de infortunada
la vida de Cervantes, acabó encontrando una justiciera contrapartida en esa
manifestación suprema de la propia libertad que es la palabra. “Libre nací y en
libertad me fundo”, reza el último endecasílabo de un hermoso soneto de la
Galatea. Una libertad que enarbola Cervantes como una lanza desempolvada -la
del caballero de la Triste Figura- para protagonizar tantas y tan heroicas
hazañas en defensa de los perseguidos, los oprimidos, los sojuzgados. Todos
sabemos que abundan en el Quijote los episodios en que el andante caballero
medita y actúa como un justiciero guardián de las libertades, como un emisario
de la tolerancia, como un hombre decente -en suma- que procuró igualar con la
vida el pensamiento. Decía Octavio Paz que “con Cervantes comienza la crítica
de los absolutos: comienza la libertad”.
Me
importa insistir fugazmente en ese prolongado alejamiento de las letras a que
alude Cervantes como de pasada, pero que constituye un atractivo foco de
deducciones. Siempre me ha conmovido, y ahora más, imaginarme al autor del
Quijote navegando sin brújula entre los boatos de la Italia renacentista o los
intramuros argelinos del cautiverio, por la corte encumbrada de Felipe II o la
babilónica Sevilla de finales del XVI y principios del XVII. Asiduo a los
garitos y corrales de comedias, al trato de pícaros y cómicos, un Miguel de
Cervantes solitario y meditabundo, apenas conocido por nadie, iría trasegando
desde la vida a la memoria algunos de los hechos y personajes que pasarían a
figurar en muchas de sus historias. La experiencia del escritor que no escribe,
que malvive de oficios indeseados, comparece aquí como una contradicción in
terminis. Más que la imagen del vencido por la vida, lo que ese Cervantes acaba
sugiriendo es la del vencedor literario de todas las batallas por la libertad.
Siempre nos ha dado respuestas el autor del Quijote, incluso antes de
escribirlo. Y luego, en el mismo momento en que Cervantes saca de su casa a
Alonso Quijano, Alonso Quijano otorga a Cervantes una nueva coyuntura para
recorrer los caminos irrestrictos de la libertad.
Y no
deseo finalizar este recuento de emociones sin hacer una mención fugaz a mis
débitos personales con la poesía, ese engranaje de vida y pensamiento que tanto
amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó. La poesía también
tiene algo de indemnización supletoria de una pérdida. Lo que se pierde evoca
en sentido lato lo que la poesía pretende recuperar, esos innumerables
extravíos de la memoria que la poesía reordena y nos devuelve enaltecidos, como
para que así podamos defendernos de las averías de la historia. Afirmaba Pavese
que la poesía es una forma de defensa contra las ofensas de la vida y ese es
para mí un veredicto inapelable. Siempre hay que defenderse con la palabra de
quienes pretenden quitárnosla. Siempre hay que esgrimir esa palabra contra los
desahucios de la razón.
Más de
una vez he comentado que mi palabra escrita reproduce obviamente mis ideas
estéticas, pero también mi pensamiento moral, mis litigios personales, mi
manera de buscar una salida al laberinto de la historia. El prodigio
instrumental del idioma me ha servido para objetivar mi noción del mundo, y he
procurado siempre que esa poética noción del mundo se corresponda con mi más
irrevocable ideario. Como suele decirse, en mi poesía está implícito todo lo
que pienso, y hasta lo que todavía no pienso, que ya es meritorio. Cada vez
estoy más seguro que la poesía en la que creo, esa que ocupa más espacio que el
texto propiamente dicho, me retrata y me justifica. Incluso podría añadir que
me ha enseñado todo lo que sé sobre mí mismo a medida que he ido valiéndome de
ella para elegir mis propios diagnósticos sobre la realidad.
Creo honestamente en la capacidad paliativa
de la poesía, en su potencia consoladora frente a los trastornos y desánimos
que pueda depararnos la historia. En un mundo como el que hoy padecemos,
asediado de tribulaciones y menosprecios a los derechos humanos, en un mundo
como éste, de tan deficitaria probidad, hay que reivindicar los nobles aparejos
de la inteligencia, los métodos humanísticos de la razón, de los que esta
Universidad -por cierto- fue foco prominente. Quizá se trate de una utopía,
pero la utopía también es una esperanza consecutivamente aplazada, de modo que
habrá que confiar en que esa esperanza también se nutra de las generosas
fuentes de la inteligencia. Leer un libro, escuchar una sinfonía, contemplar un
cuadro, son vehículos simples y fecundos para la salvaguardia de todo lo que
impide nuestro acceso a la libertad y la felicidad. Tal vez se logre así que el
pensamiento crítico prevalezca sobre todo lo que tiende a neutralizarlo. Tal
vez una sociedad decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de
valores, tienda así a convertirse en una sociedad ennoblecida por su propio
esfuerzo regenerador. Quiero creer -con la debida temeridad- que el arte
también dispone de ese poder terapéutico y que los utensilios de la poesía son
capaces de contribuir a la rehabilitación de un edificio social menoscabado. Si
es cierto, como opinaba Aristóteles, que la “la historia cuenta lo que sucedió
y la poesía lo que debía suceder”, habrá que aceptar que la poesía puede
efectivamente corregir las erratas de la historia y que esa credulidad nos
inmuniza contra la decepción. Que así sea.”
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