Por Valentín Vañó en REVISTA Culturamas.
"Vivimos días de remakes. Con el mismo desparpajo con el que Fernández-Mallo cita a Borges en su último libro, Charles Burns toma prestada la seta gigante de Tintín, y de hecho también a Tintín, y los encaja a ambos bien a la vista en la exuberante cubierta de Tóxico (Randon House Mondadori), su última novela gráfica.
Charles Burns es un grande. Y Tóxico constituye una conveniente secuela a su obra maestra Agujero Negro (La Cúpula, 2007), ya que en sus páginas se encuentran de nuevo algunas de las referencias contradictorias que con tanto ahínco ha fusionado Burns en sus tebeos.
Por un lado, pongamos, el pop de colores simples y viñetas sin profundidad de campo de Hergé. Por otro, la atmósfera turbia, delirante y en cierta forma ininteligible de la narrativa de William Burroughs. De nuevo, como en Agujero Negro, este potaje sirve como efectivo contenedor de una historia de desasosiego adolescente, que incluye guapa novia loquita y ensoñación de felicidad fragmentaria.
Burns se quedó en el punk. Y qué bien lo cuenta, todavía: duele tanto aún ese dolor adolescente.
El protagonista de Tóxico toma pastillas que le agravan la psicosis. Se convierte entonces, cuando entra en trance delirante, en un Tintín perplejo que vive aventuras en el lado oscuro de la mente. Si ‘Agujero negro’ era inequívocamente una novela gráfica, ‘Tóxico’ adquiere las trazas de un serial europeo, de un título franco-belga con el continuará envenenado de toxicómana literatura norteamericana.
La novedad formal de Tóxico es el color. En este libro, es como si admirásemos el bellísimo dibujo de Burns por primera vez. Su línea se muestra cruda, imperfecta; esta mutación cromática supone una deliciosa perversión a la identidad de un autor al que hemos admirado tanto en blanco y negro.
¿Cuánto hay de escritura automática en Tóxico; y cuánto de pesadilla manoseada por el autor desde sus años mozos? Quedan dos entregas para completar la serie y, aunque solo hemos empezado a paladear la piruleta, cuánto placer. De nuevo".
Tóxico, de Charles Burns (Traducción: Rocío de la Maya), Random House Mondadori, Barcelona, 2011
Charles Burns es un grande. Y Tóxico constituye una conveniente secuela a su obra maestra Agujero Negro (La Cúpula, 2007), ya que en sus páginas se encuentran de nuevo algunas de las referencias contradictorias que con tanto ahínco ha fusionado Burns en sus tebeos.
Por un lado, pongamos, el pop de colores simples y viñetas sin profundidad de campo de Hergé. Por otro, la atmósfera turbia, delirante y en cierta forma ininteligible de la narrativa de William Burroughs. De nuevo, como en Agujero Negro, este potaje sirve como efectivo contenedor de una historia de desasosiego adolescente, que incluye guapa novia loquita y ensoñación de felicidad fragmentaria.
Burns se quedó en el punk. Y qué bien lo cuenta, todavía: duele tanto aún ese dolor adolescente.
El protagonista de Tóxico toma pastillas que le agravan la psicosis. Se convierte entonces, cuando entra en trance delirante, en un Tintín perplejo que vive aventuras en el lado oscuro de la mente. Si ‘Agujero negro’ era inequívocamente una novela gráfica, ‘Tóxico’ adquiere las trazas de un serial europeo, de un título franco-belga con el continuará envenenado de toxicómana literatura norteamericana.
La novedad formal de Tóxico es el color. En este libro, es como si admirásemos el bellísimo dibujo de Burns por primera vez. Su línea se muestra cruda, imperfecta; esta mutación cromática supone una deliciosa perversión a la identidad de un autor al que hemos admirado tanto en blanco y negro.
¿Cuánto hay de escritura automática en Tóxico; y cuánto de pesadilla manoseada por el autor desde sus años mozos? Quedan dos entregas para completar la serie y, aunque solo hemos empezado a paladear la piruleta, cuánto placer. De nuevo".
Tóxico, de Charles Burns (Traducción: Rocío de la Maya), Random House Mondadori, Barcelona, 2011
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