sábado, 25 de julio de 2009

SICILIA ( y XI)

Hay que escoger. La semana y media llega a su fin.

Me apena no ver Mondello y su puerto de pescadores que le da renombre. Desde niño, cuando descubrí el mar –soy de tierra adentro y de montaña cerrada: nací en el Pirineo más abrupto-, me tiran los puertos y los lengüetazos que le propina el mar. Sobre todo, los puertos me gustan mucho cuando arriban los pescadores con sus barcos. Me atrapa ese típico y último laborar de los pescadores, tal vez lento y cansino, pero eficaz, la visión de sus rostros curtidos, alegres y agotados, el olor a salitre que impregna el ambiente, la sensación a mar abierto que aportan, la visión de manos callosas, su forma de vestir, el centellear del pescado cuando se descarga… Para qué seguir. No puedo llegar a Mondello. Tampoco lo haré a Monte Pellegrino, donde Santa Rosalía se entregó a una vida de eremita para evitar que Rinaldo –su padre la ha prometido en matrimonio- accediese a ella y se viese obligada a abandonar al “señor Gesú”, Dios de los cielos.

No visitaré tampoco la Cripta dei Cappuccini como tenía pensado. En sus sótanos-catacumbas albergan miles de momias. Entre ellas, la de Giuseppe Tomasi de Lampedusa. Mis amigos Pascual y Eloy que sí la han visitado –lo hicieron rápido, el día de la llegada a Palermo, antes de entregar el coche en la agencia de alquiler- me ponen los dientes largos. “No se puede explicar. Es para verlo” dicen al narrarme el cementerio de cadáveres momificados más grandioso del mundo. Comentan que, vestidos, según sexo y categoría, se alinean en los sótanos del convento. Un espectáculo único, donde el respeto a la muerte lidia con un punto tétrico o donde el olvido al que está destinado todo bicho viviente parece diluirse, inútilmente, agarrándose a la vida de esta manera tan peculiar como imposible. Lo más granado de Palermo, hasta el XIX, duerme tan exclusivo sueño eterno. Me duele perderme la visión y carecer de la experiencia que de ella pudiera derivarse. Más, cuando por mi cabeza se proyecta la escritura de una futura historia de terror y muerte.

Hay más destrozos en esta visita-estancia en Palermo. Uno especial, literario: Me hubiese gustado visitar La Cuba, el castillo normando que sirve de atmósfera y ubicación a uno de los cuentos del “Decameron” de Boccaccio. Otro de los rotos, por su extrañeza: un puente sin río -Ponte dell´ Ammiraglio-.

Debo escoger.

Opto por Monreale y por una sesión de teatro de pupi.

Monreale es el no va más. Tras el aperitivo de la magnífica “Capella Palatina” de Palermo, la grandiosidad de Monreale te alancea una y otra vez con su belleza. Increíble el cómic interior de la Catedral. Todo – coro, crucero, naves…- está cubierto por mosaicos. No creo que haya visitante que salga de la Catedral sin experimentar un cambio sustancial. El Antiguo testamento más significativo, al completo. Quien no aprenda al contemplar las escenas será porque no quiere, lo cual es imposible. Las viñetas tiran de uno con insistencia. La insistencia de la seducción, de la belleza, de la teatralidad, e, incluso, de cierta morbidez –la estatua de sal, el sacrificio de Isacac…-, pese a un sencillo trazo que puede parecer hasta ingenuo. Al exterior, visita obligada al portal de bronce que se decora con sugerentes grifones y previsibles leones, así como a los ábsides policromados y su entorno.

Sin embargo, la sorpresa estalla en el claustro: 228 columnas pareadas, cuyos capiteles historiados se comen el tiempo en un santiamén. Desde una decoración vegetal a una ingenua imaginería que narra el Antiguo Testamento, sin olvidar los elementos simbólicos que han conformado las páginas de varios libros. Hay, sin duda, varios artesanos canteros, muy hábiles, en su tallado. Adivinar la escena, rumiar su significado, reflexionar sobre la simbología, admirar la decoración plural de las columnas –en especial, la que acoge la representación de a Adán y Eva- lleva su tiempo. Pero la hora del regreso se echa encima. Esperan los taxis. Pascuale y su amigo deben regresar. Es lo pactado. Quizá se ha pecado por defecto. Sabía de la riqueza y grandiosidad de Monreale, pero, a pesar del hartazgo de arte acumulado en semana y media, la idea concebida se ha quedado en nada. Monreale rompe las expectativas. No creo que nadie se vaya de esta catedral y, sobre todo, de este claustro sin experimentar una especie de paralización del tiempo: Las horas son segundos. Aquí se constata, de manera fehaciente, la diferencia tan sustancial entre el “tiempo vivido” y el “tiempo cronológico”.

En Palermo, ante la ya próxima hora de comer, nueva incursión sin rumbo. Pienso en la sesión de marionetas que cerrará –espero, con broche de oro- mi estancia siciliana. Repetimos restaurante. Lo bueno, dos veces bueno.

Junto al hotel, la familia Mancuso tiene su teatrito. El “Carlo Magno” se llama. Una auténtica monada. Late el embrujo de su sencillez. Una sala con bóveda de cañón que, en su brevedad – cabida para algo más de medio centenar de espectadores-, destila el fascinante aire de los buenos espacios de representación. Tiene gancho. Al fondo, el proscenio, que acoge varios espacios –los Mancuso, con Enzo al frente, están preparando el espectáculo, mientras devoramos el espacio. Han permitido que nos quedemos-. Espacios que tomaran carne durante la función de manera inesperada.

Sobre un cuadro de vida portuaria, charla de amigos que conversan –por cierto en siciliano-, aparecen otros cuadros- ya en comprensible italiano-. Cajas chinas, vamos. Historias dentro de historias con puntos de enlace común, apenas entrevistos. Estas marionetas representan tipos sicilianos que contienen el arquetipo, pero con suma gracia. Ayuda, claro, la palabra. Los Mancuso son diestros en la oralidad. Y, por supuesto, lo son también en el manejo de sus pupis. Las hacen corretear, con soltura, por el escenario –todavía no ha llegado la escena del perro temblón que me dejará totalmente fuera de combate-. Mientras dialogan y discuten, relatan una historia que encadena otras. De las hazañas de Orlando y Rinaldo, sus luchas con los sarracenos, la historia-leyenda de Palermo, se pasa, por arte de magia al santoral mediante la representación de Santa Rosalía. A momentos hilarantes –levitación de Santa Rosalía, por ejemplo- acompañan otros de dureza suma. Es el caso de la batalla de caballeros cristianos frente a sarracenos. La efectista crudeza de la batalla hace rodar cabezas, abrir cráneos y amontonar cadáveres –siempre sarracenos, claro-, propio del gore más sangriento, pero sin que la sangre corra por el escenario. Será el espectador quien, ante la imposibilidad de vísceras en un muñeco de madera, se encargue de tal casquería. Al final, suma fructífera con el florilegio de san Rosalía, leyendas varias -Le tredici feriti di Rinaldo, etc.-, historia de Palermo y vida cotidiana de sicilianos en parleta de carasol. Y, sobre todo, acunados por una música de organillo que maneja un muchacho, aún infante, que vive la representación a tope. No sólo atiende a la música que le corresponde tocar en cada escena, sino que, con su cabeza, asiente o niega los diálogos de la historia. Sus labios se mueven al compás de la historia narrada. Los Mancuso ya tienen quien continue su arte. Al espectador –es decir, a mi- se me van los ojos tras él. Y vivo, incluso por persona interpuesta, dos veces la historia que narran-interpretan los Mancuso.

Fascinados, la hora de representación ha pasado en un voleo. De nuevo el “tiempo vivido”. Sin embargo, aún queda un nuevo asombro. Acabada la función, zangoloteamos por el teatrito mientras recogen utensilios y ordenan las pupis. A la salida, gracias esta demora, podemos ver su “laboratorio” artesano donde hacen sus personajes y crean-recrean las historias.

Palermo, última estación del viaje a Sicilia, toca a su fin. La noche ha devorado las últimas luces. Tras la cena, tanta conmoción, deja paso a la melancolía (Elio Vittorini, dixit) y a la meditación sobre la memoria. Todo acaba. Es la única certeza de verdad. Pero que me quiten lo bailado: Semana y media disfrutando a mi manera; semana y media sin saber nada de nada -¿qué ha ocurrido en el mundo?-, semana y media conmigo mismo en el buscado exilio de una isla, la Isla, Sicilia.

viernes, 24 de julio de 2009

SICILIA (X)

Desde que llegué a la isla me levanto al clarear. Hay, como mínimo, una hora de diferencia con España. Son un poco más de las cinco y media. Es decir, como una hora menos de sueño de lo habitual, pero no me importa. Vale la pena el frescor de la amanecida, el contacto silencioso con el bostezo de Palermo. El mar, pese a la mansedumbre del puerto, deja intuir una especie de ceceante silbido. Una música de fondo que rompen los empleados portuarios y los primeros ronroneos de los coches. Las calles aún rezuman la humedad de la noche. Es grato deambular. Además, del recorrido artístico, hoy quiero visitar mercados al aire libre y lo que descubra en un vagar sin rumbo.

La Capilla Palatina espera. Tengo tanta historia acumulada sobre ella que aguardar al grupo me pone nervioso. Pedimos taxis. Todo un acierto. Quien nos lleva, tiene novia en España, de Cuéllar, y la conversación fluye amistosa. Como de hermanos o, en su caso, de vecinos. Acaba de ser San Fermín y él habla de correr los toros de Cuéllar. Le gusta, pero no acepta que se les mate. Ha sido un acierto porque Pascuale, el taxista, se las arregla para saber de nosotros y de nuestra estancia en Palermo. Así saldrá un buen precio para ir, al día siguiente, a Monreale. Para él y para nosotros. Él y un amigo, convertirán dos taxis normales, en taxis para doce personas sin apreturas y sin infracciones. Me maravilla este don previsor y, a la vez, multiplicador de los sicilianos.

La Capilla me deslumbra. Estoy “Kao” durante más de una hora. Para los que estudiamos la vieja “Historia Sagrada” en los tiempos de bachiller elemental es una delicia. No quiero ni imaginar la cara de bobo ante la incomprensión de quien es lego en la materia. Por mucho que alguien explique su significado, nada como revivir tú tu propio pasado, comulgar con algo que está en tu interior. Los mosaicos bizantinos sobrepasan la perfección. Toda la capilla, del Pantócrator del altar a diversas escenas de las naves laterales, irradia color, sugestión, historia y recuerdos en un sutil maridaje de memoria y mirada. Es un comic que narra los tiempos antes de Cristo en Oriente Medio. Sin más. Además, el recuerdo de Rávena se suma a todo cuanto atrapa mi mirada.

“Kao”, lo que se dice “kao”. Menos atracción ante un fabuloso artesonado musulmán cerrando la capilla y un decoradísimo candelabro románico. Pese al impacto, todavía no he visitado Monreale. Allí será la apoteosis.

La mañana ha comenzado gozosa. Y de gozo en gozo transcurrirá a pesar de no poder visitar el resto de los edificios: castillo normando y demás dependencias de Piazza del Parlamento. Están cerrados o está prohibida la entrada. Como en la Aljaferia de Zaragoza que alberga las Cortes del Gobierno de Aragón, en estos se alberga el gobierno de Sicilia –siempre ha sido el eje de la ciudad- y, en la visita, podemos ver los despachos de los grupos políticos mayoritarios de Italia. El gozo continúa ante la visión de las cúpulas rosáceas de San Giovanni degli Eremiti, superado por las más puntillosas y gráciles de San Cotaldo en el increíble entorno que agrupa Fontana Pretoria, La Martorana o, entre otros edificios y sutilezas arquitectónicas, artísticas o, simplemente, inusitadas, los Quatro Canni. Hay que detenerse y gozar. Fontana Pretoria es, junto a los Quatro Canti, algo especial. Para rumiar lentamente. Por sus esculturas en la primera –también, por ser lugar de protesta para los huelguistas. Enfrente de la Fontana está el Ayuntamiento o Palazzo delle Aquile—y, por su rareza, en los otros.

Desciendo hacia el Mercato della Vucciria. Singular, con un poso costumbrista muy vital, etnológico, incluso, pero, pienso, que con menor fuerza y arrastre visual si lo comparo con el de Catania. Los sentidos se disparan en un múltiple mar de colores y olores, ante todo. También se puede comer alimentos preparados de cara al público. Disfruto correteando por las callejas que lo acogen. Acabo en la Piazza San Domenico y así paso de los las vituallas que sacian lo físico a la iglesia de los domínicos que se ocupaba-ocupa de lo espiritual. La portada, aunque del XVIII, es lo que más me interesa. Y, cerquita, el interior del Oratorio del Rosario de San Domenico con un cuadro de Van Dyck. Abundan -no sé la causa- los oratorios en Palermo.

Queda para más tarde el Museo Archeologico Regionale. Disfrutaré con algunas piezas. En espacial, con los sarcófagos fenicios, con restos púnicos y algunos utensilios griegos/romanos procedentes de Selinunte. La sonrisa aflora cuando, entre los utensilios domésticos, descubro objetos fálicos –vasijas de ungüentos y colonias, supongo- con clara utilidad íntima y femenina. Al Suroeste, nos dicen, se encuentra el Museo de Zoología y el Orto Botanico que debo visitar. No viajo sólo y, a veces, en lo que, en principio, no te interesa, salta el asombro. No es el caso, aunque el Orto Botanico albergue un buen herbario del XVIII y los ejemplares, de varias especies, atraigan la mirada.

Saciado de arte, busco callejear. Perderme sin rumbo es uno de los placeres que más agrado proporcionan. De lo imprevisto puede esperarse todo. Así, además, se rompe con la monotonía de lo previsible. Es bueno e instructivo hundirse en la retícula de la ciudad.

Suelo orientarme bien. En Palermo es fácil: Vía Roma, Vía Maqueda, Vía Cavour y Vía Vittorio Emanuele son ejes muy precisos. Y mucho mejor es la referencia del puerto. No hay problema. La cuadricula va en mi mente. Al deambular por Palermo, tomo nuevas referencias. Así, en los inicios de esta aventurarme, descubro el edificio de Correos, de arquitectura fascista, grandilocuente, clásica en su escalinata y columnaje que buscan imponer, pero sin la gracia del edificio avistado en la piazza Bellini de Catania. Observo que el teatro Massimo y el Teatro Politeama –en uno de los dos se anuncia “caballería rusticana”, la ópera basada en la obra de mi admirado Giovanni Verga- se codean con edificios modernos, cada vez más actuales conforme vamos hacia el noroeste por la Vía della Libertá. Edificios cada vez más poblados de tiendas, en las que la globalización muestra su cara más común. Algunos edificios tienen interés. En otros se intuye el dinero de quienes los habitan. Los más son como en cualquier ciudad, sin alma. O con el alma de la repetición. En conjunto, las fachadas, aunque no digan mucho, con su limpieza, con su historia o con su eclectismo de cierta altura, sí que cuchichean insinuaciones. La Palermo más moderna responde al esquema de cualquier ciudad: pierde solera conforme se aleja del centro, aunque así gane en espulgo y claridad.

La noche en Palermo pesa. A la humedad le cuesta desgajarse de la calorina. Pero a la hora de cenar no hay prisa. Es preferible el neón de los establecimientos, la luz de las farolas, el intento de topar con una brisa que no arranca… a las cuatro paredes de la habitación, en el hotel. Por fortuna, apenas llegamos a Palermo, descubrimos la terraza del hotel en el último piso, mirando al mar. El problema: a las 23,30 echan la persiana. Y, hoy, cuando ocurre, no quedan arrestos para pasear de nuevo por las cercanías. Ni para acercarse al mar como en Agrigento

miércoles, 22 de julio de 2009

SICILIA (IX)

Termini, Bagheria y Solunto dan la bienvenida antes de llegar a Palermo. La bahía, espectacular y luminosa, espera como una sensual odalisca tendida en su diván azul. Un Tirreno muy femenino se pierde en lontananza con sus zalamerías. Ansío que todas mis prevenciones se deshagan como un azucarillo en el café. Me han hablado tanto de la desidia, de la suciedad, del abandono que temo lo peor. Por fortuna, Palermo parece haber cambiado. Se nota limpio al enfilar, rumbo al puerto, la Vía Foro Itálico.

La llegada al hotel coincide con el atraque de algún barco, ferri o crucero. La Vía Francesco Crespí –cómo no, uno de los padres de la patria- bulle cual alocado hormiguero. Cambiar de sentido en la vía es una odisea. Nuestro hotel mira al embarcadero de los ferris y cruceros y meter el morro del coche en sentido contrario es como jugarse la vida. Sin embargo, tiene mucho de bullir vital. Es, incluso, divertido. De jugador de póker. Hay que saber intuir la maniobra del adversario y zas, girar en redondo. Casi quemando los neumáticos como en un circuito de fórmula1.

Lo hemos conseguido. Por fin, Palermo en su jugo.

Abandonamos el coche alquilado. Para siempre. A partir de este momento, todo a pie. Incluso, si es necesario, durante la inexcusable visita a Monreale y a Monte Pelegrino. Dos metas claves por motivos bien diferentes. Con el tiempo, desecharé Monte Pelegrino. Una representación de pupis tradicionales bien vale el trueque.

La habitación da al mar. Algunos de mis amigos tienen peor suerte. La suya da cara a la ciudad. A un interior no muy grato. Entre bromas, comentan, que, desde su aposento, Palermo parece recientemente bombardeado. Creo que es el primer choque ante lo desconocido. Es decir, ese golpetazo inicial que siempre hace exagerar. Con el tiempo, tras la derrumbada panorámica de eso edificios, descubriremos un grato mercado al aire libre donde el oloroso salami es estupendo. Al menos en la boca y apaciguando el estómago.

Se impone la visita a la Catedral. Cierra pronto. Llegar a ella es como una etapa del “tour” (Alberto Contador no despega, pero se le ha visto bien en la etapa que en diferido resume la tele. Los italianos se salen, el líder, por el momento es Nocentini o algo así). Más de media hora, calle arriba, en zigzag, vía Cavour, Vía Maqueda. Via Vittorio Emanuele y ¡bumba!, la gran sorpresa: Toda una lección de arte.

Nuestra Señora de la Asunción que, antes fue iglesia paleocristiana, mezquita e iglesia normanda, estalla con una portada maravillosa y un pórtico que, de nuevo, nos lleva al corazón de la Corona de Aragón –gótico catalán-. Los detalles demoran la visita, pero, sin embargo, no aumentan el cansancio acumulado desde el estropicio ante el intento de robo del coche en Catania –enfado y recomposición del recorrido- y ante los kilómetros recorridos desde Catania a Palermo o por los nervios de la entrada a la ciudad en una hora punta. Al contrario, sedan. Hay detalles que obligan a sentarse para masticar lo observado –exterior de los ábsides, inscripción árabe, por ejemplo-. Mirar y reflexionar para ahondar en el pasado es algo muy distinto a posar una rápida mirada de turista al uso. En el interior de la Catedral, la cúpula y, sobre todo, la rareza del meridiano. Éste, con su parte de misterio –localizar el hueco por donde se filtra el rayo de sol, intuir la dirección a seguir, etc.- atrae como un imán. Es una rareza que, sin embargo, tiene su lógica- consume parte del tiempo. Elucubramos sentados en las bancas de la catedral. Como en una tertulia. Hasta que nos echan. Es la hora del cierre. En el exterior, nuevo giro en torno al edificio: ábsides otra vez, el campanile, el palacio obispal adjunto y, de rebote, un breve acercamiento hasta la Porta Nova que, parece ser, conmemora la visita de Carlos V a Palermo. Los atlantes me impresionan. No la talla, sino la mirada y dureza de su rostro mientras, abúlicos, cruzan su brazos. Bajo su ombligo, más rostros ceñudos que acompañan la dureza observada.

Llevado por la ansiedad, retrocedo sobre mis pasos, dirección Vittorio Emanuele abajo. La nueva meta: Piazza Marina y alrededores. He leído que en ella está la esencia del viejo Palermo. El barrio Kalsa, bastión árabe, primero, y, después, de la Corona de Aragón me succiona. En el recorrido, hay sorpresas que me disgustan: desidia y cierta suciedad pegajosa por la basura abandonada. Mucha polución: Vittorio Emanuele apesta a gasolina. Otras se entienden: el barrio sufrió un potente bombardeo durante la II Guerra Mundial –la mafia, escriben los cronistas turísticos, apenas movió sus dedos a la hora de reconstruir. Tampoco es tanto el desaguisado, medito. Quizá esté acostumbrándome a los contrastes de Sicilia-.

En Piazza Marina alucino. Diré que vine en busca de historia y fuíme, lobotomizado, de ella ante la visión de sus ficus magnolioides. Me gusta Santa María della Catena, me atrapa La Gancia, me impresiona, por fuera, el Palazzo Abatellis – sé que en él se halla un “triunfo de la muerte” que no llegaré a ver- y me desilusiona el caserón cerrado que alberga el Museo Internacional delle Marionette. Pero quedo absorto ante los ficus. Tan hercúleos como inesperados, desbocan la imaginación. Troncos que se elevan, raíces que caen de las ramas buscando la tierra, umbrías que insinúan reflejos, claroscuros… Una magnífica atmósfera para imaginar el pasado de esta plaza: lugar de ejecuciones, de teatro, de reuniones, de torneos… y, también, del trágico quehacer del brazo inquisitorial. Quedo petrificado, como un sonámbulo, visitando los espacios donde brotan, crecen o lo que sea estos tres ficus que amamantan mi imaginación. La noche cae y el estómago llama. Pero antes, en penumbra casi, un recorrido veloz por Mura delle Cattive.
Debo volver. Sin embargo, el deseo quedará varado. No podré cumplir el deseo los días venideros. Hay arte a toneladas, para más de un mes. Se debe elegir.

Cerca del hotel, en un restaurante de nombre inglés –sólo de nombre-, saciamos el hambre. La comida sabe a gloria. Es buena, variada, bien condimentada, muy italiana y, a la vez,con toque moderno. El servicio efectivo. El precio adecuado. Después de algunas pruebas por la cuadrícula de Palermo, acabaremos volviendo a él. Más vale pájaro en mano que ciento volando.

Palermo, Monreale, como mínimo, esperan. Mañana será otro día.

martes, 21 de julio de 2009

SICILIA (VIII)

Catania se despide mal.

En la misma puerta del hotel han intentado robar el coche de alquiler. La poca pericia del mangante que no ha sabido concluir el “puente” evita un desaguisado mayor. La casa de alquiler ha resuelto –con la ayuda y la enorme amabilidad de la recepcionista del hotel- el problema con rapidez. No obstante, Cefalú -mi “Cadaqués” de Sicilia- se cae del recorrido. Hay que llegar a Palermo en una hora muy concreta y, antes, atravesar Sicilia de punta a punta. Cefalú tan sólo imaginado, por tanto, entre los alfileres de las lecturas previas y sobre el agrio enfado que no lleva a parte alguna.

Camino de Palermo, sol –nos confirman que en julio el promedio de horas de sol al día es de 12, nada menos-, variedad de paisajes y silencio –el enfado que, poco a poco, se diluye-. Arrancamos con la humedad y un pegajoso calor, en la costa, para caer en el infierno del interior. Mientras los pueblos se asoman por las colinas, colgados de sus cimas, o besan el costado de la carretera, la memoria trae lecturas y escenas de películas. Queda a la espalda y al costado izquierdo o sur, el aire de la Grecia antigua y la modernidad turística para entrar en la “omertá” del interior, más árido y secular. Pienso en la admirable “Las parroquias de Regalpetra”. El paisaje, atmósfera y ambiente descrito y transmitido por Sciascia en esta obra, bien podría pertenecer a cualquier pueblo de los que se asoman durante la travesía. No creo que haya muchas diferencias con el Rocalmuto natal del escritor. “Las parroquias de Regalpetra” me llevan a Nino Savarese y sus “Fatti di Petra”: el filón de mitos y leyendas sicilianas, que conocí gracias a los elogios vertidos por Sciascia en el prólogo de su “Las parroquias…” -a inicios de los años 90, cuando Alianza Editorial aún transmitía cultura de la buena en sus “libros de bolsillo”-.

La catarata de recuerdos sobre lecturas es inmensa. Como la de escenas de cine. Al pasar cerca de Corleone, se abalanza en la mente la cara de Don Vito-Marlon Brando de “El Padrino”, rodada por Coppola. No en Sicilia, claro. Después, se asocian escenas de “Salvatore Giuliano”, en el buen trabajo de Francesco Rossi. Entre medio se cuela la lectura de “El Gatopardo” de Guiseppe Tomaso de Lampedusa, aupada por la versión cinematográfica de Luchino Visconti. Y, por supuesto, la grata “Cinema Paradiso” de Giuseppe Tomatore. Siempre me atrajeron las correrías de Totó-Salvatore por el pueblo de Giancaldo (el pueblo real de rodaje fue: Palazzo Adriano) y la espectacular y sensual María que fluye en el flash-back de Salvatore. Atrapa la historia de amistad (con Alfredo) que da pie a la película y permite abordar otros temas como el amor, la vida, la memoria, la política, el paso del tiempo… Todo un revoltijo gozoso que hace olvidar los kilómetros recorridos y la distancia, cada vez menor, hasta Palermo.

El paisaje, variado, de tanto en tanto, se despereza con elevaciones montañosas que impactan. En ocasiones, cerca de sus cimas, se recogen bellísimas poblaciones que avizoran desde la altura. En éstas, la estrategia medieval defensiva queda patente. Tan patente como su estancamiento en el pasado. En otras, un vacío grita la inexistencia de lo humano. El contraste se cuela en el ánimo, disparando suposiciones donde la historia y la mafia golpean con fuerza. No es difícil imaginar correrías de bandidos por las crestas montañosas que quedan a los lados o por las que atraviesa la carretera. Tampoco es difícil imaginar en ellas escaramuzas y batallas a lo largo de las diversas fases de la historia de la isla. Unas, en ruinas tipo Segesta, envían al pasado más remoto. Otras, con sus castillos normandos, sarracenos o aragoneses, a la presencia y dominio de todos ellos a lo largo de un espacio de mil y pico años. O, incluso, en pleno XIX, las ondulaciones, llanuras y montañas que nos salen al paso reenvían a la “expedición de los mil” que comandara Garibaldi desde Marsala para tomar Palermo, centro clave de la isla en tiempo del Reino de las Dos Sicilias.
La historia, la literatura, el cine, la vida… sale al encuentro en esta travesía de Catania a Palermo, pero también la violencia, la sangre y el asesinato.

No recuerdo ahora el año del atentado mortal de De la Chiessa, sí, más o menos, el del juez Falcone y otro de sus ayudantes. Los últimos debieron de aconter a principios de los 90, el del general carabinieri De la Chiessa sucedería, por tanto, antes, sobre los 70 o, quizá, a comienzos de los 80, porque se llevó al cine: “Cien días en Palermo”, de la mano de Ferrara.

De pronto, cuando las crestas montañosas quieren herir altivas cerrando el paso, se intuye el mar.

El Tirreno aparece azul turquesa. Intensamente azul.

Palermo ya es meta cercana.

lunes, 20 de julio de 2009

SICILIA (VII)

Taormina y Siracusa son ciudades muy queridas. Desde la infancia y la adolescencia, forman parte del imaginario personal. Viajo hacia ellas con ansiedad, pero con prevención. Temo darme el batacazo; es decir, que la imaginación se achique ante la realidad. Afortunadamente, no sucede así.

Taormina y Siracusa, junto a otros lugares del mundo como la Tierra del Fuego, el lago Titicaca o, por ejmplo, Ayers Rock y Ulluro en la lejana Australia -ambos a partir de la muy recomendable autohistoria que relata Daisy Bates- son parte indesligable de mi persona. Alguna ya está cumplida –la visita al altiplano de Perú-Bolivia-. Todos son lugares que conforman quimeras en las que siempre he deseado clavar la huella y la mirada. Quimeras –lo se- que responden a la sinrazón. Desde la atracción fonética de un nombre, al impacto de una lectura, la admiración del paisaje a través del cine o a la simpleza de noticias que arrastran tras de sí la imaginación de un muchacho que crece y aprende a meditar.

Nada como la ilusión y el sueño que acompaña, ¿verdad?

Mientras mi entusiasmo por Siracusa viene de la mano del sabio Arquímedes –la memorización de aquel “Todo líquido o gas experimenta una fuerza o empuje vertical hacia arriba…” en los estudios primarios-, el de Taormina no aparece tan claro. Creo que, además del potente halo mitológico en torno al dios Poseidón, el paroxismo del viajero –o sea, el mío- por esta ciudad está ligado al arrebato que el cine grabó durante mi adolescencia. Taormina, en mi magín, se asocia a Rita Hayword, la Garbo y, entre algún otro artista, al increíble y admirado O. Wells. Debí leer en algún semanario de aquel entonces su estancia -¿veraniega?- en tan idílica ciudad. Tal vez. No lo recuerdo con claridad, pero algo hay, borroso, que así lo denuncia. Después, lejos de la historieta de colérico Poseidón y de los chismes en torno a tan queridos rostros de celuloide, vinieron otros asideros. Desde una maravillosa lectura de “El tirano de Taormina”, novela del malogrado Raúl Ruiz, con quien compartí espacio crítico en la revista Quimera –por cierto, traductor del admirado Sciascia: “Mata Hari en Palermo” en la editorial Montesinos allá por los 80 del pasado siglo XX- hasta las noticias varias de escritores que siempre ejercerán su magisterio. Hablo, por ejemplo, de Goethe o Truman Capote que sí recalaron en esta maravilla bañada por el Jónico.

No es de extrañar. Taormina, pese a mis fantasías y dejando a un lado su excesiva tendencia turística, sobrepasa lo soñado y me apasiona como una amante en celo.

Su ubicación altiva en el escarpe de Monte Tauro me deja sin aliento. Aliento que casi huye cuando escalo, en coche, los más de doscientos metros del escarpe que, a su vez, está vigilado por otro, con un desnivel de otros tantos metros, en el que avizora, vigilante, el castillo sarraceno. El ascenso da de bruces contra la gallardía de una población cuidada, rica y con historia abundante. Se adivina a primera vista y se confirma, de forma esplendorosa y patente, con sus cuidados edificios. Sobre todo, en los más queridos, de aires góticos –recuerda al catalán-, en medio de una red urbanística con puro sabor medieval. La Corona de Aragón aflora en cada esquina de las empinadas calles que culebrean ocupando la cima. Y, por supuesto, también los restos grecolatinos. Principalmente, los escasos fragmentos de la Naumachia -paralela al primer tramo de la calle Corso Umberto y, al mismo tiempo, sostén de ésta en la ladera- que permiten imaginar su antigua magnificencia en un punto tan rocoso. Y el Teatro Greco, desde cuya atalaya la panorámica sobre Isola Bella, cabo de Sant´ Andrea, cabo Taormina, entrecortados por bellas calas, es tan indescriptible como voluptuosa. Un paraíso azul, batido por la brisa que sorprende por una ubicación increíble para la Roma clásica. Un paraíso que ahonda la mirada tanto en el horizonte azulado como en el detalle de la ciudad que puede tocar, dada su proximidad, la propia piel hasta rebullir de placer.

Mi entusiasmo se desborda en la descendente via di San Giovani mientras refrigero mi cuerpo. A la sombra, en una minúscula y recoleta terraza, la cerveza es pura ambrosia y la brisa aliento divino. Luego vendrá el paseo por la calle de los artistas.

Antes, hubo otro deleite. En el Museo Siciliano de Artes Populares soñé con el pasado a través de la vestimenta siciliana y la extraña fuerza de sus exvotos. Y, por supuesto, fantaseé con historias de diversa índole. Las enormes –de un metro o más-, coloristas e increíbles “pupis” o marionetas tradicionales que se alinean en el “punto de información” me las han contado. He escuchado las aventuras de Orlando y Rinaldo, fatídicas e increíbles hazañas de bandidos, cosas de santos, hechos históricos de una Sicilia unida la vieja Europa y hasta temas muy propios de la Literatura con mayúscula (Shakespeare, sin ir más lejos). Sucede si se abre el corazón y la mente abandona el espacio físico en el que uno se encuentra. La mirada penetra en su alma de madera atestada de pintura multicolor y las lecturas afloran: sarracenos, caballeros, refriegas bélicas, atmósferas medievales, amoríos, historias de santos.

La Taormina de cuento que cuento, existe. No es un sueño, aunque el exceso de su aire turístico –sé que me repito- le reste enteros para ser auténtica morada de dioses. Pero algo de ello hay. No se dude. Las construcciones decimonónicas, escalando frente a Isola Bella, parecen confirmarlo. Los aristócratas y adinerados europeos de hace un par de siglos debieron sentirse parte del Olimpo.

Vayamos con Siracusa.

Punto uno: Siracusa es un libro de historia.

De la Historia de la humanidad y su transcurrir, por supuesto. El eco viene de lejos y siempre es audible para quien se presta a escuchar su pasado y mirarlo, limpio de arrabios. En Siracusa, los restos de culturas varias se acumulan, entrechocan, superponen y se amasan. Quizá la catedral, ubicada en el corazón mismo de la península Ortigia sea el modelo ejemplar de lo que se acaba de decir. Sobre el espacio del templo griego dedicado a Minerva y, anteriormente, a Atenea –las viejas columnas son muy visibles-, se asentó la mezquita musulmana que, posteriormente, devendría en iglesia barroca como anuncia su portada. Un pastiche maravilloso, multireligioso, multiétnico y, ante todo, insospechado desde el exterior.

Pero hay más, mucho más en la amada cuna de Arquímedes. Lo mejor, después de visitar su tumba, recorrer la Neopilis: Imprescindible, el Teatro Griego, las catacumbas de San Giovanni y, en especial, el altar de Hieron II y las Latomías. En el primero, el altar de Herion II, la imaginación al poder –me resulta imposible plasmar la imagen de 400 toros sacrificados a la vez en su ara (alrededor de un centenar y medio de metros por unos veinticinco tiene este altar) tal como reza la historia-; en el segundo, Las diferentes canteras, la fantasía desbordada –no se porqué, mi memoria cinematográfica sitúa la escena de ”Ben-Hur” (madre y hermana leprosas) en al oscuridad de estas Latomnías: Más en la Grotta Cordari o en la Grotta del Museion que en la Orrecchio de Dioniso-. Fantasías que se reproducen en los nichos votivos y las galerías, junto a la fuente cantarina y borbollante - imprescindible para refrescar en un día de calor- que corona la cima del teatro. También una escapada al Museo Archiologico Regionale (sorpresas).

Punto dos: Ortigia, un museo vivo –y, también, cocina especial-.

Un museo desde la mitológica Fuente de Aretusa que cantara Virgilio –pobre ninfa, acabar convertida en manantial para huir de un dios rijoso. Masculino, claro-, pasando por la belleza arquitectónica del templo de Apolo -en el inicio mismo de la isla de Ortigia que ya no es isla: unión del puente Umbertino- hasta el corretear sin fin por calles, callejas y callejones –la Giudeca o judería con su manifiesta etapa de restauración- que, de verdad, transportan al corazón mismo de la Historia.

Por supuesto, tiendas de antigüedades, paseo junto al mar y parada en terrazas insinuantes. En una de ellas, su restaurante que mira al mar, el pesce sapada con hierbas y limón y la cassata, regados por vino Marsala, sacian la hambruna y cortan el calor. El lugar, refrescado de forma natural, se encuentra en una especie de sótano-bodega que, para mayor frescura, se refrigera con la humedad del agua que, en ambiente de ensueño, reposa en un nivel inferior a éste/ésta.
Después, otro paseo que capta olvidos y detalles esquivos. También una compra con sabor: un collar de plata, preñado de pequeñísimas cajitas, donde las sicilianas guardaban la fotografía de los seres queridos, muertos, ausentes.

Ortigia-Siracusa: Sin duda, tierra de dioses.

La visita se cierra con un granizado de café en plena plaza Arquímedes. Qué menos. Al sabio se deben detalles así. Desde los estudios primarios.

domingo, 19 de julio de 2009

SICILIA (VI)

El Etna es un dios, temido y querido.

Temido y admirado, sí. Por un lado, es admirable la tierra fértil que desde Catania asciende, entre bosques variados, huertas, campos de almendros, olivos o viñas –al menos, es lo que más se reconoce-, hasta las primeras capas negruzcas sin pizca de vegetación. Sucede en torno a los mil metros de altitud. Por otro, sus 3.320 metros de altura, en una isla en medio del mar, advierte de sus embestidas y de la intensa furia de éstas. Las últimas, por cierto, en la década actual -la del 2002, nos cuenta el guía obligado en las cercanías de la cima, medio enterró refugios como acabo de ver en “la torre del filósofo”, destrozó el teleférico y se detuvo a muy poco trecho de Nicolisi. Escuchando las explicaciones del obligado guía, comprendo las palabras de Sciascia y su figura literaria del gato con la que describe al Etna: Un gato que dormita y ronronea, pero que también puede soltar zarpazos.

Ascendemos los tres coches del grupo por Nicolisi, donde intento dar crédito a una curiosidad. Busco con la mirada, en las calles que atravesamos, algún ejemplar de cirnecco, la raza de perros nativa de los alrededores del Etna. El intento se queda en agua de borrajas. Es normal, con el tráfico y con el solazo que, a comienzos de la mañana, brilla ya, los perros estarán a buen recaudo.

Pasado Nicolisi me atraen las manchas blancas pegadas al volcán, en sus cotas superiores. Asumo ya que son de nieve. Cuando por la autoestrada, dos días antes, recalamos en Catania no daba crédito a esa posibilidad de la nieve casi perenne. Parecía imposible que persistiese en pleno Julio, con el calor que caía. Sin embargo, es nieve. Pura y abundante nieve. Neveros como los del Pirineo. Aunque sepa de la existencia de pistas de esquí, parece no caber en mi cabeza –una estupidez- la combinación de calor y frío, de volcán y nieve. La sorpresa vendrá cuando, después de dejar el teleférico, desde los transportes de enormes ruedas que permiten acercarse a la cima - poco menos de 1000 metros-, vea aflorar capas de nieve. Nieve con espesor de metros, bajo finas capas de ceniza superpuestas. Nieves en un valle imposible e impensable –además de imprevisible- hasta que no accedes a él.

La visión cambiante del ascenso no deja lugar al respiro. Hay que estar atento a tanto cambio natural, aunque parezca idéntico o que nada cambia. No sólo están los cráteres, chimeneas y fumarolas, no sólo están los ríos y cordadas de lava petrificada, cuyas lenguas, llenas ahora de inusitada hermosura, ocultan, plácidas, el amenazante poder destructor de antaño. Hay más, mucha más cosas que mirar y admirar.

Imaginar la devastación pone un punto de temor al lado del gustillo aventurero. Aflora el deseo-miedo de una posible erupción que permitiese ver “in situ” lo que la mirada ha atesorado a través de los documentales. O, más lejanamente, en los telediarios que narraron la última embestida del Etna.

La visión, a ras de ventanilla, que se obtiene mientras se conduce hasta el aparcamiento, se complementa muy bien con la observada en altura montado en el teleférico, primero, y desde el autobuses oruga que aproximan a la cima, después.Cerca de la cima, no me imagino a la ninfa de la que tomó nombre el volcán. Siempre he pensado que una ninfa tendía a ser algo débil y el Etna es todo lo contrario. Débil es diferente de hermoso, otro de los posibles atributos que supongo en una ninfa. En este caso sí que cuadra: el Etna es hermoso, más aún, hermosísimo, difícil de describir entre tanta sorpresa y agobio. También cuadra con la mitología: el fuerte carácter de la ninfa sirvió para actuar como juez, a instancias de Démeter y Hefesto. Y juez es el Etna con sus sacudidas, gobernando la vida de todos los habitantes y de los pueblos y ciudades que se acogen bien en la fertilidad de sus laderas o bien en sus proximidades hasta el mismo mar Jónico.

En esta cota próxima a al cráter principal, apenas se escarba el suelo, aflora el calor. La mano, repleta de la “tierra negra” recién recogida, palpa la vida del volcán aparentemente dormido. Al igual que cuando la mirada avista fumarolas aquí y allá u observa las bombas de antiguas erupciones, diseminadas por doquier. Sí, la visión de los cráteres, neveros y de todo cuanto te rodea es impresionante –la impotencia del hombre ante la fuerza de la naturaleza-, igual de deslumbrante es la panorámica sobre el mar Jónico, perdiéndose en lontananza. O el abismo que desde tal altura se precipita –al menos por el valle del Bove- hacia las ciudades y pueblos como Taormina, Riposto… a un lado, y Ragalna, Paterno, Acireale, Aci Trezza o la misma Catania en la otra dirección.

El Etna es indescriptible. Digamos que sublime, deslumbrante, espectacular, tremendo, terrible… y, también, conmovedor. Los adjetivos no sirven, hay que estar en su halda, sentir su calor, palpar su carne, ver su aliento… Lo intuyo como un padre o una madre que desprenden cariño en medio de una adusta severidad.

El descenso. Ah, el descenso. Otra vuelta de tuerca.

Tensión al cien que seda con rapidez la fritura de pescado devorada en Aci Trezza, muy pasado el mediodía. Tiramos la casa por la ventana: un enorme e ignoto pez de la zona, salmonetes, cigalas, langostinos, calamares, mejillones cubren la enorme bandeja. Comida que se riega con fresquísima cerveza autóctona y que culmina -en Sicilia saben lo que es un buen lamín- un helado italiano.

Se impone el regreso al hotel de Catania aunque la playa envía cantos de sirena. Jornada pletórica

sábado, 18 de julio de 2009

SICILIA (V)

Lo que más me choca de Catania no es ese ominoso gris –por cierto, de abandono y no del desvaído color de la lava, el material básico en la edificación, como cabría suponer- que abriga las paredes de sus edificios, ni la sucesión de sus palazzos, ruinosos o restaurados, o la superposición de estos con edificios más pobres o en desquiciante abandono. Lo que choca es su disposición urbanística cuando caminas por vía Etnea, la espina dorsal de la ciudad en todos los sentidos –institucional, comercial, humano, de ocio,…-

En Catania, todas las grandes calles, perpendiculares, se inician con el Etna al fondo y desembocan en el mar, previo choque con la muralla levantada en el siglo XVI. O en sus proximidades. Se tiene la sensación de que esta retícula urbana está muy pensada. Como si sus calles hubiesen sido concebidas con un fin premeditado: en función de constituir auténticas vías para la huida rápida ante el posible furor del volcán en erupción. El Etna, majestuoso, se recorta siempre, desde cualquier parte de la ciudad, como un titán plácido y durmiente. Sin embargo, las fumarolas permanentes, coronando su cresta, dan que pensar.

Sin duda la retícula de la ciudad responde a este fin, porque Catania, fundada en el VII a. C. (Tucidídes dixit), ha sufrido lo suyo ante las acometidas continuas de su inseparable Etna, joven volcán en activo, además del más grande de la vieja Europa. La historia nos cuenta que en 1693 la vieja Catania acabó en escombros entre terremotos y ríos de lava. De ahí, tal vez, la uniformidad en los edificios del casco histórico -la ciudad fue reconstruida casi por completo en el XVIII- y la geometría que, en su centro urbano, aflora por todas partes. Sin embargo, al viajero le encanta que acoja remiendos. Remiendos que, a veces, afean una calle, pero que, en otras, le otorgan un cálido toque humano. El toque de la vida ante la necesidad o ante la obligada creatividad que exige el acomodo frente al existir cotidiano.

Al viajero, como todo visitante que se acerca a Catania, el primer impulso le lleva directo a la Fontana dell´ Elefante, la fuente-escultura que reina en el centro del Doumo y alancea el cielo con su obelisco egipcio. Es, sin duda, un lugar turístico –Patrimonio de la Humanidad-, un punto de encuentro en caso de extravío, un espacio perfecto para reponer fuerzas, para comer, para tomar espléndidos y variados helados o, simplemente, para disfrutar con el ajetreo de los habitantes de Catania quienes, en permanente paseo, trotan calle arriba y calle abajo. Una calle de ensueño que, con buen tino, suele cerrarse al tráfico. Pero lo interesante no está ahí, sino en la seducción del elefante y del conjunto escultórico en el que éste se integra. Y, sobre todo, para quien goce atento, en la base material sobre la que su autor, G.B. Vaccarini, la ejecutó. Fascina su color negro, propio de la lava del Etna. Negro y de lava como en la gran mayoría de los edificios de Catania.

Medito sobre el Etna, destructor y dador de vida al mismo tiempo. Volveré a las andadas cuando ascienda a su cima.

Después de visitar el Castello Ursino, uno de los escasos edificios medievales que aún se mantienen en pie, regreso a vía Etnea para observar el majestuoso edificio de la Universidad, antes del Duomo –una universidad en pleno corazón de Catania, qué fiesta para el estudiante-. Creo que es, también, de rigor entrar en la Catedral. Quiero visitar la tumba de Bellini y acabo alucinado y estancado ante la tumba-escultura de un prelado reciente -¿Dusmet?, creo; no recuerdo- vestido de negro, enguantado en negro y con la faz igualmente negra. Se agita mi magín, mecido entre la visión de tan negruzca funda y el dilema de lo que fue y llegó a hacer para merecer un privilegio catedralicio destinado siempre a los principales.

No obstante, para conocer más a fondo los entresijos de quienes habitan Catania, interesa más, casi de madrugada –se abre a las cinco-, recorrer la Pescheria, el mercado al aire libre más sensorial –vista, oído, olfato, gusto…- de toda Sicilia. Habrá otros similares en Palermo, pero para el viajero no le llegan al calcañar, salvo el específico Mercato delle Pulgi, magnífico rastro de viejo.
Supone una delicia escuchar cómo se pregona la mercancía, ver la frescura del pescado, oler la fruta, la verdura o las especies, atorarte de colores, codearte con el pueblo siciliano – un pueblo “que no se agita” como apuntó Sciascia en su obra “Los tíos de Sicilia”- que va a lo suyo en su cotidiano comprar, vender o simple pasear matando el tiempo. Una delicia increíble que, además de inyectar la idea de caminar por un zoco, enseña unas precisas maneras de vivir e informa sobre las costumbres alimentarias de los catanos. Asombro que aumenta, tras el lento recorrido de ida y vuelta, al avistar la Fontana dell´ Amenano, el río subterráneo, procedente del Etna, que, aflora en la Pescheria. Tal vez –considero- la existencia de la fontana fue el origen del mercado. El pescado necesita de la frescura, tener el agua cerca, lavarse…

Muy cerca, el grandioso palazzo Biscari a lomos de las murallas que cerraban la ciudad frente al mar. Hacia el este, cerca también, el afamado teatro Bellini y un descubrimiento inesperado: Una maravilla de la arquitectura fascista. Se trata de un edificio prisma, muy racional, geométrico, con estudio razonado sobre el uso de la luz natural. Su frontis reza acerca de su finalidad inicial -¿seguirá con esta función?-: “Mutilato” y las esculturas –cuatro o cinco soldados que, sin duda, recuerdan sucesos bélicos concretos y cuerpos de milicia- parecen corroborarlo. En conjunto, la plaza tiene su cosa, un extraño hechizo. El señuelo de la mezcla de estilos, de la quietud, del silencio, cuando menos. Necesito volver de nuevo a la plaza Bellini . Tal vez de noche, privada de la luz natural que la alumbra en exceso. El sol, como en el resto del viaje, cae a plomo y quizá le priva de parte de su embrujo.

Indago y husmeo por la Via Cruciferi y Vittorio Enmanuele II: “chiesas”, plazas y calles con recovecos que agasajan a la mirada. Otra vez, en las proximidades de las ruinas del teatro romano -en ¿San Benedeto o en San Giuliano?- me asalta la efigie, en actitud de bendecir y al aire libre, del prelado enterrado en la catedral. También tiene la cara negra ¿Será lava su material? Vuelta al dilema.

Después de cenar en un recodo próximo a vía Etnea, el regreso a la piazza Bellini. Todo ha cambiado. Los bares y terrazas que casi habían pasado desapercibidos durante el paseo de la mañana, han aflorado como setas. La plaza y sus alrededores están tomados por la gente, en su mayoría jóvenes. Neones, carteles mil, bullicio, gente que pasea, gente sentada en cualquier lugar, grupos que beben, que comentan, que coquetean, que cenan, que se comen la noche… Es la vida en toda su intensidad. Una vida en la que me hundo con fruición sensorial. Escuchar el italiano cantarín, pasear la mirada por un mar de gentes, sentir el placer húmedo de la brisa nocturna, imaginar la vida y las vidas… Mi sueño siciliano. Repaso lecturas y películas, pienso en Giovanni Verga, en los camisas negras de Mussolini, en la mafia y el desembarco aliado en Sicilia… y el tiempo apaciblemente se come la noche.

Hay que regresar al hotel. Mañana espera el Etna.

viernes, 17 de julio de 2009

SICILIA (IV)

Camino de Catania intento avivar el recuerdo de la obra del escritor realista Federico de Roberto, “Los virreyes”, que leí hace tiempo con entusiasmo. Sin embargo, la memoria apenas vierte unas confusas imágenes sobre la familia aristocrática que protagonizaba la historia con Catania al fondo. Únicamente, la simple línea del argumento. Ni siquiera una mínima resonancia de la atmósfera que debí imaginar al leerla. Pese al esfuerzo, cabos sueltos aquí y allá, sin que consiga atrapar el hilo necesario para recuadrar la historia al completo. Lo mismo me ocurre con los acontecimientos que le daban carne. Volveré a leerla. En cambio, sí recuerdo mejor su libro de relatos “Atestados” (en el sello, creo, del buen editor Mario Muchnik) porque el diálogo era la clave de todo, tan clave que me sorprendió como lector. Federico de Roberto sabía de técnica, de literatura y buscaba, sin duda, una finalidad artística. Tenía conciencia artística, algo que hoy escasea.

Aprovecho el silencio del viaje –mis compañeros o duermen o están ensimismados-. Entre un paisaje que pasa veloz mientras el coche come kilómetros, me pongo a repasar otras lecturas. Comienzo con Giovanni Verga, originario de Catania, autor de “Los Malasangre”, una interesante historia de vencidos que retrata el sufrimiento y empobrecimiento –mayor, si cabe- de una familia de pescadores. Como es típico del realismo –el verismo italiano- atrapa y emociona el reflejo de las condiciones sociales de la clase miserable que retrata. Volveré a recodar la historia de “Los Malasangre” cuando al descender del Etna devoré una apetitosa y suculenta fuente de pescado en el viejo puerto de Aci Trezza, lugar donde Verga ubica la historia, “La terra trema” en adaptación libre para el cine de Luchino Visconti alrededor de los años 50, creo. En Aci Trezza, la buena gastronomía se alía con la buena literatura y la tarde acaba siendo magnífica. De las que dejan huella en el ánimo y punzan a escribir. Garabateo algunas notas. Tal vez, sirvan más adelante.

Sin venir a cuento, quizá porque su maestro fue Verga, en el viaje también rememoro “La casa del callejón” de María Messina que nació al otro lado de la isla, en la provincia de Palermo. Felizmente la tradujo y editó en España, hace muy pocos años, Ediciones de Oriente y el Mediterráneo que comanda la zaragozana Inmaculada. Fue casi en los comienzos de esta brava editorial, pequeña y con seso, a la que seguí con entusiasmo entonces –nunca daba gato por liebre. Hoy sigue, pese a los tiempos, manteniendo esa divisa- y a la que continúo atendiendo por sus novedades. La novela es un grito de mujer, de la mujer subyugada y recluida. Un grito femenino desde la casa a la que se ve obligado a entrar el lector. Allí está Sicilia con ojos y mente de mujer. Impacta. Quizá por eso, Leonardo Sciascia la recuperó del hondón del olvido en la década de los 80. María Messina, autora también de cuentos infantiles con Sicilia al fondo, había muerto en el 44 durante un bombardeo. Casi cuarenta años de silencio.

Cuando ya el viaje toca a su fin -la mole del Etna hace tiempo que se ha hecho presente a la izquierda- no se porqué asociación aparece en mi cabeza el nombre Elio Vittorini. Pues, aunque nació y vivió su adolescencia en Sicilia, su vida literaria de verdad se forjó en la península. Tal vez, pienso, su aparición en mi mente sea debida a la relación con la Guerra Civil española y su oposición a Mussolini –su obra formó parte de mis lecturas preparatorias antes de escribir mi novela “Siempre quedará París” y el libro de relatos “Hermanos de sangre”- o quizá por la sorpresa que supuso la lectura de “Cerdeña como una infancia”, maravillosamente editada en Minúscula, otra de mis editoriales favoritas. Quizá la fascinación que Vittorini trasmite sobre Cerdeña haya sido el eje clave de tan extraña rememoración. Lo confieso: Mi fascinación por Sicilia también comulga de un parecido entusiasmo por el paisaje y el paisanaje. También comulga en la común indagación –en mi caso, pretendida; en el de Vittorini, muy lograda- sobre todo cuanto se asienta el viaje; es decir, sobre la agitación que fluye mientras te preparas ante lo desconocido, la embriaguez del comienzo de ese viaje a lo desconocido, la conmoción ante lo que se observa durante el mismo y la melancolía ante el fin.

Me han hablado mucho de una Catania barroca. No es mi estilo preferido –además de que Noto la supere con creces-. La entrada por el sur, por el puerto, gris al principio, no capta mi interés. Otra nota negativa. Mal comienzo. Sin embargo, la moral se levanta cuando aparecen, bajo los arcos próximos a la muralla, puestos de fruta entre la locura de un tráfico que pone los nervios al borde del abismo. Conducir a la siciliana, absorber los colores de los puestos de frutas, atender a la estructura de las calles, vislumbrar entre tanto caos los edificios y mantener la dirección adecuada del hotel es un trabajo propio de Hércules. Pero, en este día, es cuando más disfruto.

La adrenalina hace olvidar el cansancio y los kilómetros recorridos.

jueves, 16 de julio de 2009

SICILIA (III)

Camino de Piazza Armerina, antes y después de Gela, la historia reciente sale al encuentro. Con su tragedia silenciosa. A ambos lados de la s115 magníficos bunkers de la II Guerra Mundial relatan las estrategias de la guerra. Al observar con detenimiento las fortificaciones defensivas se puede imaginar el silbido de las balas y la imposibilidad de atravesar el terreno batido por ametralladoras sin abordar la certeza muerte. La guerra es así. Se rodea de consciente inconsciencia, de prefijada penumbra, de razonado terror, de silencio que atruena. Impone la visión altiva de estos bunkers inmaculados. Atrae su imagen de táctica guerrera y la lógica de la defensa. Pero deja oculta la otra realidad que, luego, en Siracusa aparecerá prístinamente perfilada cuando topemos de lleno con el cementerio británico. Éste, al menos, está envuelto en arte y hasta parece rezumar un cierto esplendor por el contagio con las ruinas de la antigua Siracusa. Se encuentra a escaso trecho del Orecchio de Dioniso y demás Latomias –canteras- con las se levantó la ciudad donde nació el sabio Arquímedes. La estulta sucesión de lápidas idénticas, pese a su imagen fúnebre, deja pasar de largo la realidad numérica y la realidad corpórea de quienes murieron en batalla. Cercado y vallado el recuerdo de la muerte no destila un dolor puro. Incluso, puede parecer una curiosidad más. Otro elemento turístico que vomita el pasado. Y no es así. La verdad, impacta, pero se olvida con rapidez. Un simple fogonazo. La vida sigue: El vivo al bollo, como reza el refrán.

Sicilia es una caja de sorpresas. Lo son sus paisajes cambiantes que combinan, en muy pocos kilómetros, arrecifes y costas de encanto, con secarrales de interior; mares mudos y apacibles con enfurecidas fumarolas en los volcanes, llanuras que, de pronto, se interrumpen con enhiestas montañas que más que accidente orográfico parecen clavadas a propósito. Todo cabe. De repente, apenas se abandonada la pobreza de una ciudad destartalada, aflora la riqueza de la forma más inesperada. A campos abrasados por el sol, pueden seguir bosques, verdes y tupidos, trepando por ondulaciones y laderas. A la planicie ocupada por edificios que se desparraman a la brava, puede encadenarse la técnica y el buen hacer.

Sucede en los alrededores de Gela. Bunkers, pozos de extracción -parecen de petróleo, pero podrían ser para extraer agua. En Sicilia, rodeada de agua, las balsas y presas se acumulan en los campos. Una vista que sorprende cuando el avión va atomar tierra en Trapani-, haciendas, bosques, abundantes plantaciones de chumberas destinadas al cultivo de la cochinilla, chalets y residencias vacacionales. Todo sin descanso, aprisionado en la mirada que va, pasmo tras pasmo, acostumbrándose. La mirada y la conducción, sobre todo en las ciudades, dependen de la costumbre. Cuando conduces, nadie te dice nada, nadie pita. Si haces lo que ellos hacen, no importa la infracción, no importa nada de nada. Lo que jamás perdonan es la indecisión. Por eso, mirar y observar es clave. Clave para acostumbrarse al mundo aparte que, maravillosamente, acaba siendo Sicilia.

En Piazza Armerina, el delirio.

Además del mar de teselas que conforman los magníficos mosaicos de “Villa del Casale”, salvados por la fuerza destructora de la naturaleza –una inundación cubrió de barro esta maravilla allá por el siglo XII-, su emplazamiento en la colina Colle Mira ofrece un espectáculo grandioso que señorea el castillo aragonés (obra del siglo XIV por orden de Martín I, según la información histórica). El interior neurálgico de Piazza Armerina es de calles, callejas, callejones y escalinatas que desembocan en placitas y plazas transportando al pasado. Como en casi toda Sicilia, la plaza capital está dedicada a Garibaldi, hacedor de la Italia actual -como la calle principal a Vitorio Enmmanuele-.

Embruja este fervor por Garibaldi –y por Crispi, otro padre de la patria- grabado siempre en leyendas o en mármol encastrado o grapado a las paredes del centro vital de ciudades y pueblos sicilianos.

Por citar alguna de las muchas maravillas que dejan boquiabierto en “Villa del Casale”, apuntamos la sala hipnotizadora de las gimnastas en biquini –sí, en biquini- que muestran no sólo la moda de la época, sino la abertura moral en tiempos de Maricastaña. Quizá -medito- la moral del desierto, propio de la cultura judía y, por tanto, cristiana, aún no había hecho su mella puritana por estos lares en el siglo III y IV de nuestra era. Por supuesto, también embelesa el mito de Arión y su delfín salvador o los tritones, querubines, nareidas y demás seres marinos que decoran el Frigidarium.

Sólo el calor cayendo a plomo rompe la enajenación del viajero que se siente transportado ante la visión de esta enorme mansión romana. Por fortuna, una ascética ensalada siciliana –patata, tomate, olivas y sardinas- más la correspondiente pizza, regadas ambas con vino bianco d´Alcamo, muy fresco, reconfortan frente a los rayos de un solazo que nos fríe.

Después, rumbo hacia Enna para tomar la “estrada” que lleva a Catania.

miércoles, 15 de julio de 2009

SICILIA (II)

Se ha dicho que Sicilia es el corazón del Mediterráneo.

Es verdad: se ubica en el centro del mar, pero, además, parece ejercer una atracción centrípeta para todos los territorios que baña el viejo Mare Nostrum. La Historia de Sicilia, con sus distintos pobladores, habla de esa fuerza. Desde la antigüedad hasta nuestros días (en la actualidad, Lampedusa es noticia casi diaria, como Canarias, en el terreno de la emigración clandestina: muy recomendable la espeluznante lectura de “Mamadú va a morir”, de Gabriele del Grande, publicado en España por Ediciones del Oriente y del Mediterráneo) a la codiciada Sicilia han llegado pueblos procedentes de todos los puntos cardinales y, después, ha sido habitada por ellos. Para el viajero Sicilia es como un corazón vivo, humano, geográfico y cultural, donde laten casi todas las culturas de la vieja Europa, del Norte de África y del Próximo Oriente.

Pero Sicilia no sólo es la gran isla del Mediterráneo o la región más grande de Italia, tal como se estudiaba en el antiguo bachiller. Es también centro neurálgico para otras islas hermanas, mucho más diminutas y de origen similar, volcánico para más señas, que la envuelven en un apacible manto de belleza que, también, tiene mucho de misterio, de leyenda, de mitología, de peligro… Desde las cercanas Égades, frente a Trapani y Marsala -al oeste-, las Eolias, frente a Milazzo y Mesina -al este-, hasta las más alejadas como Pantellería o las Pelagias, con Lampedusa como bandera -al Sur- o como Ustica al norte de Palermo, todas guardan su cosa y su regusto, su leyenda y su vida, su fantasía y su peligro.

Vulcano, en las Eolidas, por ejemplo, según la mitología griega era la morada de Hefesto, el dios del fuego. O de Eolo, dios de los vientos, según el poeta Homero. En ella se funde, pues, imaginación y realidad, sensación de peligro y aventura, belleza y relax. Todo gracias a la extraña combinación de mar y volcán, junto a aguas y barros termales. Por su parte, Estromboli, sobre el recuerdo de escenas protagonizadas por Ingrid Bergman y rodadas por Rosellini (1949), trae a la memoria otras estampas más preocupantes - erupciones o fumarolas expulsando vapores de azufre- o, por el contrario, dotadas de magia -la “sciara del fuoco”, enorme depresión en forma de herradura generada por el río de lava-. Para mi, Sicilia y su rebaño de islas semejan dragones dormitando apacibles. Una fantasía sobre la que no dejo de intuir un pálpito próximo de posibles rugidos. Como previniendo una hecatombe. La grandiosidad de lo diminuto en la infinitud azul del Mediterráneo. El imán con sus dos polos: La belleza del peligro y la realidad corporal de la belleza. Ver, recordar, imaginar…

martes, 14 de julio de 2009

SICILIA (I)

Casi quince días ausente, desconectado, huido de lo cotidiano. Casi quince días entre sueños, recuerdos y lecturas, a caballo de paisajes y de descubrimientos.

Hacía tiempo que deseaba viajar a la Isla. A la Isla de la mitología y la cultura, del estereotipo y el contrasentido, cuna de griegos, cartagineses, romanos, bizantinos, árabes, normandos, aragoneses, catalanes…y sicilianos. A la Trinacria del Mediterráneo que tan logradamente muestra, en su centro, la bandera rojigualda de Sicilia –colores que son un recuerdo más de la Corona Aragonesa, también manifiesta en muchos escudos y en numerosos edificios-.

Un pastiche múltiple. Ésa era la idea preconcebida, producto de la mitología, de las historias orales de amigos que ya la habían visitado, de lecturas literarias, de películas, de documentales, de libros de Historia… Italia siempre me atrapa. A ella he viajado varias veces físicamente –mentalmente, cientos-. Pero me faltaba Sicilia y Nápoles. Todavía me queda éste, señoreando el sur de la bota italiana. Seguro que cuando viaje a Nápoles, regresaré de nuevo a Sicilia. La ruta por la isla, aunque con la idea de abarcar lo más posible, ha quedado corta. El triángulo trazado, recorriendo el suelo siciliano, ha dejado en sus márgenes muchos puntos de interés. Muchos más de los que, en un principio, pensé.

Llegada nocturna a Trapani. La oscuridad como boca de lobo para los viajeros. Espera el descanso y el relax en medio del campo. Antes, después del exasperante suplicio del alquiler del coche, comprobamos la amabilidad de los sicilianos. No será la única: volverá a repetirse en Gela, Catania y Palermo. Extraviados en la noche, nos acompañan por carreteras secundarias hasta la “casa de campo” que hemos alquilado. Luca, es policía en Trapani y afirma que es su obligación. Intercambiamos teléfonos en el bar, entre cervezas con un babélico mestizaje de italiano-español que a veces parece un nuevo idioma. Serán los viejos genes, los genes comunes, que unen hoy lo que en tiempos cohesionó parte de la Corona de Aragón. Por fin, tras una cena al aire libre, la adrenalina descansa, aunque hasta las doce suenan los disparos en el campo de tiro al plato de sus proximidades.

Iniciamos el “tour”. Erice en la cima, vigilando Trapani, nos saluda. La carretera es adacadabrante. Parece ascender al cielo. Mil zigzag comiéndose la empinada ladera que lleva al pasado, digamos que, como mínimo, a la Edad Media. Se tiene la sensación de que el coche, en lugar de responder a las marchas, va a desobedecer las leyes de la mecánica y se va a deslizar pendiente abajo. Mientras ascendemos, pensamos en la bajada. Una tortura peligrosa. Por fortuna, existe otra carretera, más ancha y más suave, que desemboca en la inmensa avenida que parte Trapani en dos, antes de desembocar en el mar.

En Erice, saludan los primeros “pupi” –los típicos caballeros y sarracenos- y, también, las primeras máscaras de cerámica de Caltagirone que nos acompañarán, sin cansarnos, durante todo el periplo. También los primeros carros sicilianos. Sus colores vivarachos, inyectan alegría y tienden a la ensoñación. Las máscaras con ojos que miran inquisitivos entre volutas, geometrías y flores; los carros con profusas viñetas religiosas que cuentan historias y leyendas; los “pupi” que reenvían, una vez y otra, al pasado, real o de leyenda. Quizá, al mismo pasado que se descuelga del urbanismo y en el arte configuradores de la planta triangular de Erice. Murallas ciclópeas, templo de Venus, castillo normando, chiesas y calles entre sol abrasador y sombra reconfortante. Corretear pausado, soñar abundante y vistas magníficas desde San Giuliano sobre el mar, las marismas de Trapani, el interior de la isla… que se comen el tiempo a velocidad, tanto que perdemos el esquema del viaje y debemos, por el momento, renunciar a Segesta y su teatro, en ruta hacia Selinunte y Agrigento que abrirán boca hacia lo puramente grecolatino.

Píndaro viene a la memoria con rapidez en medio de la Acrópolis con el sol, abrasador, en su zenit. Días después, al pasear por Siracusa, lo hará Teócrito, el creador del género pastoril. Píndaro cantaba desde fuera, Teócrito lo hacía desde dentro porque era nacido en Siracusa. Sicilia es bucólica. Al menos, en Selinunte. Ocres, azules y verdes. Silencio, mar, cielo y mogotes amarronados alejándose y elevándose hacia el interior de la Isla. Algunas chispas verdes de vegetación raquítica moteando el paisaje. Y, ante todo, el azul intenso, limpio, paradisíaco en dirección al mar y los cortados de la costa. Se paladea la naturaleza, tal vez como los griegos o los cartagineses, pero también se intuye el peligro mortal de los terremotos al recorrer la Acrópolis y se imagina la sangre que allí se ha derramado. La muralla altiva sobre altivos cortados debió atraer a codiciosos enemigos. Hoy día, en las ruinas de Selinunte lo vital convive con la muerte, la belleza con la ferocidad y la devastación con el esplendor. Sin duda, sobre el paisaje de derrumbes, los limpios de corazón pueden intuir bullicios de antaño. Un baño de antigüedad clásica, de mitología, de bucolismo, de literatura, de guerra, de naturaleza… que se repite en Agrigento.

Pero antes, al atravesar Porto Empedocle, Salvo Montalbano, protagonista de tantas historias policiaco-literarias, casi naufraga ante la visión de la ciudad natal de Andrea Camilleri. Salvo el cementerio –panteones que parecen chalets adosados, escena que se repetirá varias veces a lo largo y ancho de Sicilia- la visión desde la autostrada es desoladora: apenas red urbanística, edificios inacabados y dispuestos para en su día levantar otra planta tal como sucede en norte de África y, ante todo, opacidad del paisaje en un mal pastiche. Sin duda, el débito a su condición de ciudad industrial y portuaria. Por fortuna, "Las alas de la esfinge", la última entrega en España de A. Camilleri, recién leída, evita un descenso al infierno entrevisto desde la autostrada.

En Agrigento, atravesado el laberinto de bucles, entradas y salidas de la circunvalación de la ciudad, toda una inmersión clásica: recorrido maratoniano y asfixiante por el Valle dei Templi (dedicados a Hera, Zeus, Castor y Polux, además del conocido como de la Concordia), por las catacumbas paleocristianas y por los restos de fortificación excavados en roca dominando la playa. El sol aprieta lo suyo combatiendo a la brisa que viene del mar. Humedad pegajosa. Sed y necesidad de sombra a pesar de entrada la tarde. A la espalda, bajo los olivos de una terraza, panorámica del Agrigento actual, en la colina, muestra del período medieval y de su mejor adecuación para la defensa ante ataques enemigos. Como en casi toda la isla, griegos, romanos, bizantinos, normandos, árabes y aragoneses han dejado su huella.

Tiempo de descanso y tiempo para recordar: En Agrigento se halla la casa natal del creador de "Seis personajes en busca de autor", premio Nobel de 1934. Pirandello sigue siendo en Sicilia, la figura literaria por excelencia sin menospreciar a Giovanni Verga, Leonardo Scaiascia o Federico de Roberto, por ejemplo.