miércoles, 18 de diciembre de 2013

ANA ALCOLEA Y SU FELICITACIÓN CON UN CUENTO DE NAVIDAD



CUENTO DE NAVIDAD:
 
Vi muy pocas veces llorar a mi abuela. Era una mujer de sonrisa serena y de mirada firme. Pocas cosas lograban emocionarla, y cuando lo hacían, no exteriorizaba su alegría o su dolor. Se lo quedaba para ella.
Conviví con ella muchos años, pero de esta historia nada supe hasta hace poco. Había estado guardada dentro de mi abuela durante más de ochenta años, y una tarde nos la contó.
Había alguien más en casa, teníamos alguna visita cuya identidad no consigo recordar. Fue entonces cuando mi abuela dijo:
Éramos siete hermanos y no siempre había comida para llenar el estómago. En Navidad no había regalos, algunas castañas asadas y nueces eran todo lo que encontrábamos el día de Reyes, y estábamos tan contentos. Habíamos vivido mucho tiempo en estaciones de pequeños pueblos. Pero aquel año nos habíamos trasladado por fin a una ciudad grande. Era Nochebuena. Mi madre había cocido las patatas con laurel y un poco de tocino. Eso y un poco de pan iba a ser nuestra cena. No estábamos acostumbrados a mucho más, así que no nos importaba. Pero mi madre estaba triste. Tal vez se acordaba de cuando era niña, en su pueblo, donde siempre había comida. Mi padre estaba todavía en la estación. Seguramente también él recordaría navidades muy diferentes en el salón de una casa grande en el sur, de donde había salido para no volver jamás.
Yo estaba jugando con mis hermanas en la cocina, cerca del hogar, porque hacía mucho frío. En ese momento, llamaron a la puerta. Pensamos que sería mi padre, que volvía de trabajar. Mi madre se secó las manos con el delantal y salió a abrir. No había nadie. Cuando iba a cerrar, se dio cuenta de que había una cesta en el rellano, junto a la puerta. Estaba cubierta por una tela de color verde. La levantó. No podía creer lo que veía. Estaba llena de comida: carne, dulces, almendras, frutas, figuritas de mazapán... Era un milagro.
Mi madre echó a correr escaleras abajo:“¿Quién es?, ¿quién ha traído esto?” –iba gritando mientras bajaba. A lo lejos se oían pasos rápidos que hacían crujir los viejos escalones de madera. “Pero, ¿quién es?–repitió mi madre- querría darle las gracias a quien haya sido.”
Fue entonces cuando los pasos tuvieron voz, y la voz contestó desde el portalón: “Un alma buena, señora, un alma buena”.
Y mi madre volvió a subir las escaleras, y nos encontró a todas allí, en la cocina, con la cesta, que ya habíamos metido en casa por si acaso se iba tan misteriosamente como había venido. “Un alma buena, ha sido un alma buena” –nos dijo, mientras se secaba los ojos con el delantal.
Y los ojos de mi abuela se humedecían cuando recordaba a su madre, contenta porque tenía cosas ricas que darles a sus hijos para cenar en Nochebuena, y contenta porque había conocido, sin conocerla, a un alma buena.
Y mis ojos también se humedecían, se humedecen, al oír su voz quebrada, y al ver sus viejos ojos grises con el velo de las lágrimas nacidas de aquel recuerdo.

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