jueves, 20 de septiembre de 2012

HABLAR SOLOS, ded ANDRÉS NEUMAN

La nueva obra del ganador del Alfaguara de Novela y del Premio de la Crítica 2010.

Fragmentos del diario de Elena
"Sigo esperando que Mario responda mi mensaje. Siento una mezcla de calor y nerviosismo. Una necesidad de rascarme fuerte todo el cuerpo, hasta arrancarme algo que no sé qué es. No me gusta que Mario atienda el teléfono mientras conduce. Así que estoy en sus manos. Él me asfixia mientras aprieta el volante. Lo va girando. Me retuerce el pescuezo. Basta. No pienso escribir más hasta recibir ese mensaje.
Hasta hace no tanto adoraba las mañanas, me levantaba ansiosa por llenarme de luz, iba al trabajo con la certeza de estar acompañada. Ahora prefiero la noche, que al menos tiene cierta cualidad de paréntesis, algo de cámara aséptica: todo parece un poco mentira en la oscuridad, nada parece dispuesto a seguir sucediendo.
Saco el teléfono del bolso, lo aprieto, lo consulto, lo dejo sobre la mesa, lo guardo de nuevo en el bolso, vuelvo a sacarlo. Parezco una delincuente.
Me pregunto si, quizá sin darnos cuenta, vamos buscando los libros que necesitamos leer. O si los propios libros, que son seres inteligentes, detectan a sus lectores y se hacen notar. En el fondo todo libro es el Ching. Vas, lo abres y ahí está, ahí estás. 
Los libros me hablan más de lo que nos hablamos. Leo sobre enfermos y muertos y viudos y huérfanos. La historia entera de los argumentos cabría en esa enumeración.
Me desprecio al escribirlo, pero a veces el cuerpo de Mario me da asco. Tocarlo me cuesta tanto como le cuesta a él mirarse en el espejo. Su piel reseca. Su silueta huesuda. Sus músculos blandos. Su calvicie repentina. Yo estaba preparada para que envejeciéramos juntos, no para esto. No para dormir con un hombre de mi generación y despertar junto a un anciano prematuro. Al que sigo queriendo. Al que ya no deseo.
Sé que lo que estoy haciendo es miserable. Supongo que voy a sentir unos remordimientos extremos. Muy bien: todo es extremo.
Él ansía golpearme y que yo lo golpee. De arriba abajo, de pies a cabeza. Me pide que lo penetre con toda clase de objetos domésticos. Cuanto más amenazantes parezcan, más lo entusiasman. Ezequiel me propone cosas que, hasta hace bien poco, me habrían parecido denunciables. Colecciona películas terribles que me excitan de una forma que más tarde me avergüenza.
Dice la tradición que el sexo desemboca en la pequeña muerte. Ahora creo que quienes lo repiten no han sentido el placer del daño. Porque con Ezequiel me sucede lo opuesto: cada polvo provoca una resurrección.
Y algo más. Algo que me sitúa al nivel de las ratas. De las ratas conscientes, por lo menos. Mientras observaba cómo Ezequiel tocaba a mi marido en nuestra cama de matrimonio, cómo deslizaba las manos sobre sus hombros, sus omóplatos, su abdomen, de repente sentí celos. De los dos.
Yo cambio camas, cocino, callo. Voy y vengo como una sonámbula. Pienso cosas que no quiero pensar.
La compasión destruye a su manera. La compasión es un ruido que interfiere en todo lo que Mario dice o no me dice. De noche, junto a su cama, no consigo dormirme oyendo ese ruido.
A veces me siento furiosa con él. Ha sido derribado, sí, le han disparado por la espalda. Pero la consecuencia es que se ha alejado de nosotros. Como si nos hubiera abandonado para ir a una guerra que nadie más conoce.
El sueño postergado empieza a degenerar en costumbre. En una especie de entrenamiento insomne. Mi estado habitual es esta mezcla de falta de descanso e incapacidad para descansar. Así que escribo.
La acción parece drásticamente clara: cuidar, velar, abrigar, alimentar. ¿Pero y mi imaginación, que también ha enfermado? ¿Me equivoco anticipándome, ensayando una y otra vez lo que vendrá? ¿Eso me prepara para la pérdida de Mario? ¿O me arrebata lo poco que me queda de él?
Cuanta más culpa siento, más me repito que yo también merezco alguna satisfacción. Que, desde tiempos remotos, los más respetables padres de familia han disfrutado de sus amantes, mientras las imbéciles de sus esposas cumplían con la obligación de serles fieles.
Me asfixia estar esperando una muerte para reanudar mi vida, sabiendo de sobra que, cuando suceda, voy a ser incapaz de reanudarla.
Los adultos, ya no digamos las madres, preferimos que la infancia sea ingenua, agradable y tierna. Que sea, en suma, al revés que la vida. Me pregunto si, por evitarles el contacto con el dolor, no estaremos multiplicando sus futuros sufrimientos.
Cuando un libro me dice lo que yo quería decir, siento el derecho a apropiarme de sus palabras, como si alguna vez hubieran sido mías y estuviera recuperándolas.
Me asusto cuando a veces, momentáneamente, te olvido. Entonces corro a escribir. No tendrás queja. Hasta olvidarte me recuerda a ti."

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