(Fragmento de La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires, Lugar Editorial, 2001.)
Fuente: Revista Culturamas.
"Para todo el que se ocupa de literatura infantil resulta evidente que bajo esta denominación, nunca suficientemente cuestionada, se disimula la más profusa diversidad.
No me refiero solo a la distinción evidente que existe entre el todo: el libro para niños en su conjunto (texto, imagen o combinación de ambos, con finalidad de ficción, información, entrenamiento o juego) y una de sus partes: la literatura (novelas, cuentos, poemarios, piezas dramáticas…); que buena falta hace tal “separación de las aguas” pues todavía hay quien mete, en el epígrafe Literatura Infantil, las historietas (que sean de Tintín, Mafalda o Mortadelo y Filemón no importa en este caso), los «cuentos» sin escritura -que ni autor indican- y que, muy ilustrados, enseñan al parvulito a reconocer el mundo que le rodea o le ponen en las manos un personajillo de la tele, así como toda clase de juguetes de papel y cartón con troquelados, plegables, relieves y hasta botones que activan ruidos y luces.
De lo que me ocupo en este artículo es de que, dentro de la literatura misma, las obras pueden dividirse en dos grandes grupos según un criterio que no es ni la calidad (cosa relativa, puesto que para cada uno es bueno lo que satisface los objetivos que busca en una obra dada, en un momento dado), ni el género (tipología estructural del discurso sobre la base de un conjunto de convenciones y normas en relación con una manera de representar la realidad).
La sutil división que pretendo subrayar aquí la establece la solución dada por los autores de literatura infantil a la contradicción entre su necesidad de expresión original, por un lado, y la obligación de comunicarse con lectores que tienen la particularidad de ser niños, por otra. En el libro infantil se enlazan individuos muy distintos: los chicos y quien a ellos se dirige, que se diferencian por rasgos de orden psicológico, intelectivo, de gusto, experiencia, etc, que vienen determinadas por un momento de desarrollo biológico.
Suele decirse que la literatura infantil está esencialmente definida por su destinatario. Esto la condenaría a ser una actividad con destino inexorable y por ende con libertad condicionada. Yo prefiero el término receptor, que incluye el necesario espacio de azar que mediará en el encuentro entre la obra y su consumador (que no consumidor), al tiempo que toma en cuenta todo el bagaje vivencial, emocional y cultural que, por su parte, aporta cada individuo al acto de la lectura.
Así como existe un cine de autor, existe una literatura infantil de autor, que burla las normas genéricas y desdeña las condicionantes psico-pedagógicas, que revoca todo código unívoco y estricto empeñado en impedir la libre expresión de la personalidad y a pasteurizar la creación, despojándola de las convicciones y manías, de las utopías y caprichos, de las anécdotas íntimas y alucinaciones persistentes de ese adulto inevitable y lleno de cicatrices que es el escritor (de las cicatrices y manantiales del lector, prometo ocuparme algún día).
Simplificando, podríamos decir que cuando la necesidad de expresión se impone estamos ante literatura de autor y cuando la voluntad de comunicar predomina, resulta una obra de género. Trátese, dicho sea al pasar, de un escritor de niños o de un escritor para adultos.
La literatura de género tiene gran importancia en el desarrollo horizontal de la literatura, en la explotación de variantes genéricas y estructurales, en el cartografiado de las problemáticas sociales e íntimas que engrosan el fondo ideo-temático, y de los espacios objetivos y subjetivos que enriquecen paisajes y atmósferas. Numéricamente, la de género constituye la base de la actividad editorial y del consumo lector, transformándose en un aluvión que sustenta la creación de vanguardia (ésta sobrevuela las montañas de literatura de género, pero anida en las cumbres de la literatura de autor).
Aunque pueden existir obras fallidas en ambas tendencias, la literatura de autor me parece más pertinentemente literaria al ser menos instrumental, menos oportunista y servicial, puesto que el autor posterga intereses y requerimientos que no son solo los del niño lector sino de los inevitables intermediarios: padres, educadores, editores y críticos.
Las obras de autor pueden ser literatura infantil porque se construyen con métodos y materiales (a menudo estilizados e interiorizados por el escritor previa e inconscientemente) que proceden de la singular manera de percepción y de expresión inherentes a la infancia. Así, se dan fascinantes y difícilmente explicables encuentros entre las motivaciones del creador y las de los chicos.
Literatura infantil de autor son, entre los clásicos, Alicia en el País de las Maravillas, Los viajes de Gulliver y la mayoría de los cuentos de Andersen y de Perrault, mientras que los Grimm, Julio Verne y Charles Dickens hacían literatura de género. Entre la narrativa de autor más reciente, reconozco Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, El principito, de Saint-Exupéry, El árbol de los deseosde Faulkner, y tantas otras obras excepcionalmente dedicadas a un niño de su afecto por grandes escritores consagrados de oficio a los adultos. ,
Si Jojo el saltimbanqui, de Michael Ende, es evidentemente literatura de autor, La historia interminable lo parece menos simplemente porque culmina dando origen a una literatura de género donde sobresale hoy la saga de Harry Potter. Los diversos libros protagonizados por los Mumintrolls, de Tove Jansson, son un ejemplo más claro de obra de autor que se declina en serie de alta calidad (lo que nos permite hablar de serie de autor).
Entre los escritores iberoamericanos, se reconoce una línea de autor en casi todos los libros de Lygia Bojunga Nunes. Los cuentos de la también brasileña Marina Colasanti y Las aventuras de Casiperro del Hambre, de la argentina Graciela Montes, tienen esa escritura muy personal y exigente que caracteriza los libros de autor (lo que no excluye, en la última, una copiosa y bruñida producción de género). El cubano Froilán Escobar ha llevado su marca autoral al extremo de reinventar el castellano y enrarecer sus tramas, mientras otros dos cubanos que han innovado atrevidamente son Ariel Ribeaux (El oro de la edad) y Sindo Pacheco (María Virginia, mi amor y María Virginia está de vacaciones). Si autores como Joan Manuel Gisbert, por la reiteración de sus temas y estilemas, y la pareja Andreu Martín-Jaume Ribera con los Flanagan, ha creado una especie de literatura de género de autor, considero como variados ejemplos españoles de literatura de autor: Datrebil. 7 cuentos y 1 espejo, de Miquel Obiols, Yo, Robinsón Sánchez, habiendo naufragado, de Eliacer Cansino o El embrujo de la barquillera, de Fernando Alonso. Singular caso de autor-ilustrador de libros de autor es, por su parte, Francisco Meléndez.
Es evidente que no se puede encerrar a los escritores dentro de una u otra tendencia. Mucho depende del estado de ánima que domina cada momento de creación y, por supuesto, del grado de madurez y seguridad adquiridos por el creador. Por ello no es raro encontrar, bajo una misma firma, prácticas alternas e incluso obras híbridas de ambas inclinaciones.
En épocas de poca originalidad como los siglos XVII y XVIII, la realidad impone, sin embargo, nuevos temas y aproximaciones a realidades inéditas. Surgen entonces obras con tan escasos precedentes como Robinson Crusoe, las cuales acabaron teniendo tantas imitaciones que, más que series, prohíjan subgéneros.
Este último ejemplo viene a propósito para abordar la polémica cuestión de la pertenencia o no de una obra a la literatura infantil. Es notorio que creaciones de la altiva independencia que caracteriza a la literatura de autor no pueden ser confinadas al uso de una u otra edad. Estas obras emigran del adulto al infante y -lo que se reconoce- viceversa.
En Hispanoamérica, donde la creación para niños ha sido tan personalista, también sufrimos una plaga de obras que se pretendían de autor y que no son otra cosa que manifestaciones de esa solterona altanera que es la literatura boomerang (reservada al exclusivo consumo de su autor). Por supuesto, semejante mal no es endémico.
Quienes se ocupan de la promoción y animación de la lectura, probablemente consideren crucial determinar cuando se encuentran en presencia de obras de autor. Son éstas más difíciles de leer y bastante reacias a las actividades de animación comunes. Pero indudablemente son las obras que reportan mayores satisfacciones, las que dejan una huella inolvidable en el lector y contribuyen con mayor eficacia a la transformación de un escéptico cualquiera en lector convencido.
Corresponde a las obras de autor el haber introducido la mayoría de las innovaciones que han hecho avanzar a la literatura infantil a lo largo de su historia y también el haber corrido los mayores riesgos. Homenaje merecen los editores que financiaron y financian esos riesgos; empiezan a escasear y no dejará de tener consecuencias en el progreso y crecimiento estético de la LIJ. No he de concluir sin confesar que lo que usted ha estado leyendo carece de un estudio bibliográfico ad hoc. Las obras que cito las he leído a lo largo de muchos años y solo a posteriori comencé a elucubrar. Este pequeño ensayo no es otra cosa que la primera floración de una hipótesis que suscribo, no obstante, con toda convicción y con mis propias páginas narrativas.
Lo que el paciente lector acaba de leer es quizás el ejemplo de crítica de autor que faltaba a mi argumentación".
"Para todo el que se ocupa de literatura infantil resulta evidente que bajo esta denominación, nunca suficientemente cuestionada, se disimula la más profusa diversidad.
No me refiero solo a la distinción evidente que existe entre el todo: el libro para niños en su conjunto (texto, imagen o combinación de ambos, con finalidad de ficción, información, entrenamiento o juego) y una de sus partes: la literatura (novelas, cuentos, poemarios, piezas dramáticas…); que buena falta hace tal “separación de las aguas” pues todavía hay quien mete, en el epígrafe Literatura Infantil, las historietas (que sean de Tintín, Mafalda o Mortadelo y Filemón no importa en este caso), los «cuentos» sin escritura -que ni autor indican- y que, muy ilustrados, enseñan al parvulito a reconocer el mundo que le rodea o le ponen en las manos un personajillo de la tele, así como toda clase de juguetes de papel y cartón con troquelados, plegables, relieves y hasta botones que activan ruidos y luces.
De lo que me ocupo en este artículo es de que, dentro de la literatura misma, las obras pueden dividirse en dos grandes grupos según un criterio que no es ni la calidad (cosa relativa, puesto que para cada uno es bueno lo que satisface los objetivos que busca en una obra dada, en un momento dado), ni el género (tipología estructural del discurso sobre la base de un conjunto de convenciones y normas en relación con una manera de representar la realidad).
La sutil división que pretendo subrayar aquí la establece la solución dada por los autores de literatura infantil a la contradicción entre su necesidad de expresión original, por un lado, y la obligación de comunicarse con lectores que tienen la particularidad de ser niños, por otra. En el libro infantil se enlazan individuos muy distintos: los chicos y quien a ellos se dirige, que se diferencian por rasgos de orden psicológico, intelectivo, de gusto, experiencia, etc, que vienen determinadas por un momento de desarrollo biológico.
Suele decirse que la literatura infantil está esencialmente definida por su destinatario. Esto la condenaría a ser una actividad con destino inexorable y por ende con libertad condicionada. Yo prefiero el término receptor, que incluye el necesario espacio de azar que mediará en el encuentro entre la obra y su consumador (que no consumidor), al tiempo que toma en cuenta todo el bagaje vivencial, emocional y cultural que, por su parte, aporta cada individuo al acto de la lectura.
Así como existe un cine de autor, existe una literatura infantil de autor, que burla las normas genéricas y desdeña las condicionantes psico-pedagógicas, que revoca todo código unívoco y estricto empeñado en impedir la libre expresión de la personalidad y a pasteurizar la creación, despojándola de las convicciones y manías, de las utopías y caprichos, de las anécdotas íntimas y alucinaciones persistentes de ese adulto inevitable y lleno de cicatrices que es el escritor (de las cicatrices y manantiales del lector, prometo ocuparme algún día).
Simplificando, podríamos decir que cuando la necesidad de expresión se impone estamos ante literatura de autor y cuando la voluntad de comunicar predomina, resulta una obra de género. Trátese, dicho sea al pasar, de un escritor de niños o de un escritor para adultos.
La literatura de género tiene gran importancia en el desarrollo horizontal de la literatura, en la explotación de variantes genéricas y estructurales, en el cartografiado de las problemáticas sociales e íntimas que engrosan el fondo ideo-temático, y de los espacios objetivos y subjetivos que enriquecen paisajes y atmósferas. Numéricamente, la de género constituye la base de la actividad editorial y del consumo lector, transformándose en un aluvión que sustenta la creación de vanguardia (ésta sobrevuela las montañas de literatura de género, pero anida en las cumbres de la literatura de autor).
Aunque pueden existir obras fallidas en ambas tendencias, la literatura de autor me parece más pertinentemente literaria al ser menos instrumental, menos oportunista y servicial, puesto que el autor posterga intereses y requerimientos que no son solo los del niño lector sino de los inevitables intermediarios: padres, educadores, editores y críticos.
Las obras de autor pueden ser literatura infantil porque se construyen con métodos y materiales (a menudo estilizados e interiorizados por el escritor previa e inconscientemente) que proceden de la singular manera de percepción y de expresión inherentes a la infancia. Así, se dan fascinantes y difícilmente explicables encuentros entre las motivaciones del creador y las de los chicos.
Literatura infantil de autor son, entre los clásicos, Alicia en el País de las Maravillas, Los viajes de Gulliver y la mayoría de los cuentos de Andersen y de Perrault, mientras que los Grimm, Julio Verne y Charles Dickens hacían literatura de género. Entre la narrativa de autor más reciente, reconozco Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, El principito, de Saint-Exupéry, El árbol de los deseosde Faulkner, y tantas otras obras excepcionalmente dedicadas a un niño de su afecto por grandes escritores consagrados de oficio a los adultos. ,
Si Jojo el saltimbanqui, de Michael Ende, es evidentemente literatura de autor, La historia interminable lo parece menos simplemente porque culmina dando origen a una literatura de género donde sobresale hoy la saga de Harry Potter. Los diversos libros protagonizados por los Mumintrolls, de Tove Jansson, son un ejemplo más claro de obra de autor que se declina en serie de alta calidad (lo que nos permite hablar de serie de autor).
Entre los escritores iberoamericanos, se reconoce una línea de autor en casi todos los libros de Lygia Bojunga Nunes. Los cuentos de la también brasileña Marina Colasanti y Las aventuras de Casiperro del Hambre, de la argentina Graciela Montes, tienen esa escritura muy personal y exigente que caracteriza los libros de autor (lo que no excluye, en la última, una copiosa y bruñida producción de género). El cubano Froilán Escobar ha llevado su marca autoral al extremo de reinventar el castellano y enrarecer sus tramas, mientras otros dos cubanos que han innovado atrevidamente son Ariel Ribeaux (El oro de la edad) y Sindo Pacheco (María Virginia, mi amor y María Virginia está de vacaciones). Si autores como Joan Manuel Gisbert, por la reiteración de sus temas y estilemas, y la pareja Andreu Martín-Jaume Ribera con los Flanagan, ha creado una especie de literatura de género de autor, considero como variados ejemplos españoles de literatura de autor: Datrebil. 7 cuentos y 1 espejo, de Miquel Obiols, Yo, Robinsón Sánchez, habiendo naufragado, de Eliacer Cansino o El embrujo de la barquillera, de Fernando Alonso. Singular caso de autor-ilustrador de libros de autor es, por su parte, Francisco Meléndez.
Es evidente que no se puede encerrar a los escritores dentro de una u otra tendencia. Mucho depende del estado de ánima que domina cada momento de creación y, por supuesto, del grado de madurez y seguridad adquiridos por el creador. Por ello no es raro encontrar, bajo una misma firma, prácticas alternas e incluso obras híbridas de ambas inclinaciones.
En épocas de poca originalidad como los siglos XVII y XVIII, la realidad impone, sin embargo, nuevos temas y aproximaciones a realidades inéditas. Surgen entonces obras con tan escasos precedentes como Robinson Crusoe, las cuales acabaron teniendo tantas imitaciones que, más que series, prohíjan subgéneros.
Este último ejemplo viene a propósito para abordar la polémica cuestión de la pertenencia o no de una obra a la literatura infantil. Es notorio que creaciones de la altiva independencia que caracteriza a la literatura de autor no pueden ser confinadas al uso de una u otra edad. Estas obras emigran del adulto al infante y -lo que se reconoce- viceversa.
En Hispanoamérica, donde la creación para niños ha sido tan personalista, también sufrimos una plaga de obras que se pretendían de autor y que no son otra cosa que manifestaciones de esa solterona altanera que es la literatura boomerang (reservada al exclusivo consumo de su autor). Por supuesto, semejante mal no es endémico.
Quienes se ocupan de la promoción y animación de la lectura, probablemente consideren crucial determinar cuando se encuentran en presencia de obras de autor. Son éstas más difíciles de leer y bastante reacias a las actividades de animación comunes. Pero indudablemente son las obras que reportan mayores satisfacciones, las que dejan una huella inolvidable en el lector y contribuyen con mayor eficacia a la transformación de un escéptico cualquiera en lector convencido.
Corresponde a las obras de autor el haber introducido la mayoría de las innovaciones que han hecho avanzar a la literatura infantil a lo largo de su historia y también el haber corrido los mayores riesgos. Homenaje merecen los editores que financiaron y financian esos riesgos; empiezan a escasear y no dejará de tener consecuencias en el progreso y crecimiento estético de la LIJ. No he de concluir sin confesar que lo que usted ha estado leyendo carece de un estudio bibliográfico ad hoc. Las obras que cito las he leído a lo largo de muchos años y solo a posteriori comencé a elucubrar. Este pequeño ensayo no es otra cosa que la primera floración de una hipótesis que suscribo, no obstante, con toda convicción y con mis propias páginas narrativas.
Lo que el paciente lector acaba de leer es quizás el ejemplo de crítica de autor que faltaba a mi argumentación".
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