lunes, 7 de diciembre de 2009

UNA RADIOGRAFIA MORAL


Una radiografía moral (y mucho más).
por Ramón Acín .

Todo comienza de repente. Como en una fuente de manar abundante y desaforado. Circunstacia narrativa que Landero resuelve con el uso acertado de la secuencia. En Retrato de un hombre inmaduro, alguien, una persona mayor, del montón, tras una duermevela o un atolondramiento que le ha distraído de la realidad, da rienda suelta al río de pensamientos y recuerdos que, dadas las circunstancias que concurren, se adoban de gruesa reflexión. Pronto intuimos que quien relata se encuentra en un hospital y que, aparentemente, surca el río de su vida contando a alguien su transcurrir vital. A alguien femenino, aunque no importe nada el receptor, puesto que las preguntas son retóricas y, como tales, no exigen contestación. De igual forma que también se intuye que el interlocutor permanecerá continuamente callado. Se trata, pues, de un flluir conversacional permanente y de una presencia receptora que, sin ser visibles, dotan a la historia de la sensación de diálogo, compañía y vitalidad, cuando en realidad, se trata de un monólogo, en soledad y con la lacerante presencia de la muerte. La finalidad: que, ante el lector aparezca clara la fotografía de la vida con todos sus supuestos pilares y, por supuesto, la imagen de quien, como un ejemplo, la sustenta.
La vida y quien la vive, ésas son las claves. De ahí, la acumulación de historias para dibujar un tapiz creíble y de conjunto. Historias que, en ocasiones, rayan en el absurdo –esencial en la vida y en la novela-, pero que tienen el aliento vital necesario para aquilatar la vida. Con microhistorias, personales y ajenas, la novela ofrece una macrohistoria aplicable. Mediante la técnica, en espiral, de enhebrar anécdotas configurando un “tema-oruga” que camina, lento, pero seguro, siempre hacia adelante, Landero cuaja su novela, donde el absurdo y el azar conviven con la existencia, donde el antihéroe y la dramaticidad inoculan su fuerza y donde lo cerrado –habitación de hospital- y la inacción –moribundo- apuestan por la clarividencia. ¡Quién no escucha las palabras-confesión-resumen de alguien que cierra el ciclo de su vida!
Estamos ante una vida corriente que ayuda a la reflexión. Es más, sirve metafóricamente para la mayoría de los mortales. Por eso, la circunstancia y el personaje cuentan. Alguien, enfermo, hace balance de su vida, experiencias e historias, propias y ajenas, y, sobre tal realidad, a veces teñida de absurdo o de irrealidad –pero con apoyaturas reales, incluso toponímicas: barrio madrileño de Chamberi-, deja que se cuele con potencia explosiva la reflexión.
La vida “grotesco tremedal de instantes” (pág.19) aparece ante el lector muy vital. Y, aunque, lo contado por un personaje común apenas consiga llegar para recuadrar un argumento -estamos casi ante “un amontonamiento de cosas disparejas y de poco valor” (pág. 105)-, sí que permite mostrar en todo su resplandor el concepto existencial en boga: el todo vale y la doble moral encarnada en el protagonista que es capaz de heroicidades y de bajezas que explica bien el “aquí” y el “ahora”. Por ello, la moral, la política, el poder, la educación, la opinión, el éxito, la vanagloria… pasan ante nuestros ojos, resbalando con fuerza desde el moribundo. Y nos sentimos tocados, preguntándonos por qué actuamos como actuamos, por qué las apariencias tienen tanta fuerza en nuestras vidas, por qué no escarbamos bajo las obviedades que nos rodean y acechan, por qué nos anestesiamos con la normalidad, por qué jamás vamos al fondo de las cosas…
La novela, construída sobre lo común y la normalidad de un antihéroe –además de viejo-, contiene buscapiés que petardean, cohetes que hacen ruido, bombas que estallan con eficacia. Y, sobre la fluidez, de un relato gracioso, natural y normal, lo que, sin duda late al fondo: “Vivir es una breve ilusión y sufrir luego, para siempre, la nostalgia de lo que ni siquiera llegó a ser” (pág. 47). Un vivir en el que caben muchas cosas: el bien y el mal –básico en la novela-; la interesada utilización de la bondad; la presencia egoísta del “yo”, muy arraigado en nuestra sociedad; la falsedad de las relaciones humanas y, en especial, del amor, nunca conseguido al envolverse en justificaciones que aceptamos como válidas; la ausencia de una moral que nos fije en la vida; la falacia de cuanto decimos y aparentamos… Por si fuera poco, al lado de tanta cavilación, la novela tiene otros alicientes: Un lenguaje increíble, comunicativo y perfecto –cervantino y realista- que, a su vez, permite incluso dudar de él, porque en la novela, entre cosas, hasta el lenguaje se pone en solfa: La palabra es poderosa e interesada.
Y, todo lo anterior, siempre, sin que Landero, caiga en un pesado sermón. La novela se lee, divierte y escuece. Qué más se puede pedir.
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Luis Landero. Retrato de un hombre inmaduro. Barcelona, Tusquets, 2009, 234 págs.
Publicado en ARTES & LETRAS (Heraldo de Aragón. 3/12/09)

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