martes, 4 de agosto de 2009

MANUEL VICENT ("León de los ojos verdes")

Hay escritores que te acompañan siempre.

A mí me sucede con Manuel Vicent.

A Vicent lo conocí como periodista bastante antes que como escritor. Pero fue su “No pongas tus sucias manos sobre Mozart” quien creó esta adicción que me hace volver a él una y otra vez. Desde una la lejana juventud, allá por los 80 del pasado siglo.

Claro, una adicción a textos que responden preguntas. Porque para mí la literatura es eso: Aclarar las preguntas que me hago. Como lector. Es decir, como la persona que convive y vive. El entretenimiento es lo de menos. Da igual que no exista. Una adicción, decía, que, además, se ha ido tiñendo de cierta querencia amistosa. Con anécdotas y conversaciones. A veces en la lejanía –él transitando cerca del Polo Norte, por tierras rusas, para captar para la televisión las famosas noches blancas y intuir cómo las habita el hombre-, otras en la proximidad del viaje conjunto, mientras se predicaba la literatura entre los jóvenes aragoneses. A veces, también, a lomos de dedicatorias, cada vez que un nuevo texto ve la luz. Las palabras, el tiempo, la memoria, la vida…
Quizá uno es adicto a lo que le preocupa.

Somos tiempo –en especial, tiempo pasado, con una pizca de presente y la ilusión de futuro- y Vicent habla de ello. Casi siempre. De la memoria que nos conforma y, además, de los entresijos que permiten explicarla. Por eso, tal vez, yo he hablado algo sobre sus libros en mi época de crítico literario. O de reseñista –la palabra “crítico” no responde a la realidad actual inmersa en la divulgación publicitaria-. Vicent bucea con tino en la memoria que amasa la vida y en el paisaje que, siempre, como sustento, aflora dándole la necesaria compañía. Lo que somos y en donde se desenvuelve ese “somos”…

Sucede también en “León de ojos verdes”, un texto reciente que bucea en este país nuestro. En la España a la vuelta de la esquina que “olía a muerte por todas partes”. Como ejemplo propongo la incursión en el capítulo dedicado a María, la “mujer de la bicicleta roja”. Una mujer joven, aprendiz de maestra y esposa de un maestro y miliciano combatiente que, de cárcel en cárcel, lleva a la ausencia definitiva. En la España de plomo y hambre, de obligados silencios, de lucha titánica para sobrevivir.

Vicent atrapa con sus frases porque, entre tanta agonía, deja que se cuelen momentos bellos. La belleza de la pasión humana y ciudadana. Con la tragedia que, sin embargo, nunca nubla la agonía. Copio el final del fragmento. Con todo, a pesar de su finitud, no acaba así. En la mente del lector se acomodan vías de escape. Vicent ha sembrado de minas su escritura. Sugerentes siempre. Arduas, sin duda. Clarificadoras, por lo normal. Todo para que nos preguntemos, para que no demos por concluida la historia, para que retornemos a sus vías aparentemente muertas, para que deshagamos la trenza del tiempo… Ahí va un final que, siendo final de texto, no es final de historia. La maestría.

“Cuando ya estaba en medio del paisaje fulminado y no se veía ni siquiera una sombra en todo el horizonte, apoyada en un leguario, se quitó el vestido, la falda marrón y la blusa blanca, arrojó esa ropa lejos de sí, quedó desnuda a pleno sol, deshizo el hatillo y de él sacó un vestido negro, se lo puso y continuó caminando. Todo lo que llevaba en el pequeño fardo era la ropa del riguroso luto, que antes de salir de camino había sacado del armario por un presentimiento. Ahora caminaba vestida de negro sólo con la soga de esparto en la mano. Unos gitanos que se cruzaron con ella pensaron que era una más que se iba a ahorcar” (pp. 61-62)

1 comentario:

  1. Hey, Ramón, sigo en Lanzarote,muy bien, ya lo sabes tú lo maravilloso que es esto, abrazos,

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