sábado, 25 de julio de 2009

SICILIA ( y XI)

Hay que escoger. La semana y media llega a su fin.

Me apena no ver Mondello y su puerto de pescadores que le da renombre. Desde niño, cuando descubrí el mar –soy de tierra adentro y de montaña cerrada: nací en el Pirineo más abrupto-, me tiran los puertos y los lengüetazos que le propina el mar. Sobre todo, los puertos me gustan mucho cuando arriban los pescadores con sus barcos. Me atrapa ese típico y último laborar de los pescadores, tal vez lento y cansino, pero eficaz, la visión de sus rostros curtidos, alegres y agotados, el olor a salitre que impregna el ambiente, la sensación a mar abierto que aportan, la visión de manos callosas, su forma de vestir, el centellear del pescado cuando se descarga… Para qué seguir. No puedo llegar a Mondello. Tampoco lo haré a Monte Pellegrino, donde Santa Rosalía se entregó a una vida de eremita para evitar que Rinaldo –su padre la ha prometido en matrimonio- accediese a ella y se viese obligada a abandonar al “señor Gesú”, Dios de los cielos.

No visitaré tampoco la Cripta dei Cappuccini como tenía pensado. En sus sótanos-catacumbas albergan miles de momias. Entre ellas, la de Giuseppe Tomasi de Lampedusa. Mis amigos Pascual y Eloy que sí la han visitado –lo hicieron rápido, el día de la llegada a Palermo, antes de entregar el coche en la agencia de alquiler- me ponen los dientes largos. “No se puede explicar. Es para verlo” dicen al narrarme el cementerio de cadáveres momificados más grandioso del mundo. Comentan que, vestidos, según sexo y categoría, se alinean en los sótanos del convento. Un espectáculo único, donde el respeto a la muerte lidia con un punto tétrico o donde el olvido al que está destinado todo bicho viviente parece diluirse, inútilmente, agarrándose a la vida de esta manera tan peculiar como imposible. Lo más granado de Palermo, hasta el XIX, duerme tan exclusivo sueño eterno. Me duele perderme la visión y carecer de la experiencia que de ella pudiera derivarse. Más, cuando por mi cabeza se proyecta la escritura de una futura historia de terror y muerte.

Hay más destrozos en esta visita-estancia en Palermo. Uno especial, literario: Me hubiese gustado visitar La Cuba, el castillo normando que sirve de atmósfera y ubicación a uno de los cuentos del “Decameron” de Boccaccio. Otro de los rotos, por su extrañeza: un puente sin río -Ponte dell´ Ammiraglio-.

Debo escoger.

Opto por Monreale y por una sesión de teatro de pupi.

Monreale es el no va más. Tras el aperitivo de la magnífica “Capella Palatina” de Palermo, la grandiosidad de Monreale te alancea una y otra vez con su belleza. Increíble el cómic interior de la Catedral. Todo – coro, crucero, naves…- está cubierto por mosaicos. No creo que haya visitante que salga de la Catedral sin experimentar un cambio sustancial. El Antiguo testamento más significativo, al completo. Quien no aprenda al contemplar las escenas será porque no quiere, lo cual es imposible. Las viñetas tiran de uno con insistencia. La insistencia de la seducción, de la belleza, de la teatralidad, e, incluso, de cierta morbidez –la estatua de sal, el sacrificio de Isacac…-, pese a un sencillo trazo que puede parecer hasta ingenuo. Al exterior, visita obligada al portal de bronce que se decora con sugerentes grifones y previsibles leones, así como a los ábsides policromados y su entorno.

Sin embargo, la sorpresa estalla en el claustro: 228 columnas pareadas, cuyos capiteles historiados se comen el tiempo en un santiamén. Desde una decoración vegetal a una ingenua imaginería que narra el Antiguo Testamento, sin olvidar los elementos simbólicos que han conformado las páginas de varios libros. Hay, sin duda, varios artesanos canteros, muy hábiles, en su tallado. Adivinar la escena, rumiar su significado, reflexionar sobre la simbología, admirar la decoración plural de las columnas –en especial, la que acoge la representación de a Adán y Eva- lleva su tiempo. Pero la hora del regreso se echa encima. Esperan los taxis. Pascuale y su amigo deben regresar. Es lo pactado. Quizá se ha pecado por defecto. Sabía de la riqueza y grandiosidad de Monreale, pero, a pesar del hartazgo de arte acumulado en semana y media, la idea concebida se ha quedado en nada. Monreale rompe las expectativas. No creo que nadie se vaya de esta catedral y, sobre todo, de este claustro sin experimentar una especie de paralización del tiempo: Las horas son segundos. Aquí se constata, de manera fehaciente, la diferencia tan sustancial entre el “tiempo vivido” y el “tiempo cronológico”.

En Palermo, ante la ya próxima hora de comer, nueva incursión sin rumbo. Pienso en la sesión de marionetas que cerrará –espero, con broche de oro- mi estancia siciliana. Repetimos restaurante. Lo bueno, dos veces bueno.

Junto al hotel, la familia Mancuso tiene su teatrito. El “Carlo Magno” se llama. Una auténtica monada. Late el embrujo de su sencillez. Una sala con bóveda de cañón que, en su brevedad – cabida para algo más de medio centenar de espectadores-, destila el fascinante aire de los buenos espacios de representación. Tiene gancho. Al fondo, el proscenio, que acoge varios espacios –los Mancuso, con Enzo al frente, están preparando el espectáculo, mientras devoramos el espacio. Han permitido que nos quedemos-. Espacios que tomaran carne durante la función de manera inesperada.

Sobre un cuadro de vida portuaria, charla de amigos que conversan –por cierto en siciliano-, aparecen otros cuadros- ya en comprensible italiano-. Cajas chinas, vamos. Historias dentro de historias con puntos de enlace común, apenas entrevistos. Estas marionetas representan tipos sicilianos que contienen el arquetipo, pero con suma gracia. Ayuda, claro, la palabra. Los Mancuso son diestros en la oralidad. Y, por supuesto, lo son también en el manejo de sus pupis. Las hacen corretear, con soltura, por el escenario –todavía no ha llegado la escena del perro temblón que me dejará totalmente fuera de combate-. Mientras dialogan y discuten, relatan una historia que encadena otras. De las hazañas de Orlando y Rinaldo, sus luchas con los sarracenos, la historia-leyenda de Palermo, se pasa, por arte de magia al santoral mediante la representación de Santa Rosalía. A momentos hilarantes –levitación de Santa Rosalía, por ejemplo- acompañan otros de dureza suma. Es el caso de la batalla de caballeros cristianos frente a sarracenos. La efectista crudeza de la batalla hace rodar cabezas, abrir cráneos y amontonar cadáveres –siempre sarracenos, claro-, propio del gore más sangriento, pero sin que la sangre corra por el escenario. Será el espectador quien, ante la imposibilidad de vísceras en un muñeco de madera, se encargue de tal casquería. Al final, suma fructífera con el florilegio de san Rosalía, leyendas varias -Le tredici feriti di Rinaldo, etc.-, historia de Palermo y vida cotidiana de sicilianos en parleta de carasol. Y, sobre todo, acunados por una música de organillo que maneja un muchacho, aún infante, que vive la representación a tope. No sólo atiende a la música que le corresponde tocar en cada escena, sino que, con su cabeza, asiente o niega los diálogos de la historia. Sus labios se mueven al compás de la historia narrada. Los Mancuso ya tienen quien continue su arte. Al espectador –es decir, a mi- se me van los ojos tras él. Y vivo, incluso por persona interpuesta, dos veces la historia que narran-interpretan los Mancuso.

Fascinados, la hora de representación ha pasado en un voleo. De nuevo el “tiempo vivido”. Sin embargo, aún queda un nuevo asombro. Acabada la función, zangoloteamos por el teatrito mientras recogen utensilios y ordenan las pupis. A la salida, gracias esta demora, podemos ver su “laboratorio” artesano donde hacen sus personajes y crean-recrean las historias.

Palermo, última estación del viaje a Sicilia, toca a su fin. La noche ha devorado las últimas luces. Tras la cena, tanta conmoción, deja paso a la melancolía (Elio Vittorini, dixit) y a la meditación sobre la memoria. Todo acaba. Es la única certeza de verdad. Pero que me quiten lo bailado: Semana y media disfrutando a mi manera; semana y media sin saber nada de nada -¿qué ha ocurrido en el mundo?-, semana y media conmigo mismo en el buscado exilio de una isla, la Isla, Sicilia.

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