A veces la literatura expone ante nuestros ojos un drama idóneo para aprender a leer y para descifrar otros sucesos igual de dramáticos que los conocidos o que los sufridos. Sucesos que el paso del tiempo - su lejanía- ha limado en sus contornos y, por supuesto, diluido en su rotundidad
(Recordad: Sólo somos memoria).
También sirve para prevenirlos, podrán apuntarme. Sí, pero menos. O casi nunca.
En la lectura de "La sima", de José María Merino, es lo que me ha sucedido. Y lo más terrible: he observado que siempre se ha dado la admisión de la tragedia como algo lógico, esperable e imposible de mutar.
Pese a todo, la rabia viene por lo siguiente. Meditad el párrafo: "La historia transcurre dejando continuamente cabos sueltos y cuentas sin ajustar, y sólo se puede ejecutar la justicia de forma simbólica, alguna vez, pocas, e, incluso en esos casos concretos, puntuales, hay una bruma turbia como telón de fondo que impide que la pureza debida brille completamente. No todos los extremos de la justicia acaban cumpliéndose, la mayoría de la sangre derramada en la historia queda impune, la sangre que se hace verter como venganza de la otra añade un nuevo eslabón de impunidad, y hay que acostumbrarse a ello, pues pertenece a lo que llamarían los economistas los costes del funcionamiento del sistema de la humanidad" (p.180)
miércoles, 3 de junio de 2009
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