“Hubo un terrible suceso en Armenta hace muchos años. Un matrimonio brutalmente asesinado. Me ocupé de la investigación sin ningún resultado. Fue un asunto sin resolver. Ahora, después de tanto tiempo, llegan a mis manos cosas inesperadas, encuentros, descubrimientos. Ya no soy el profesional que fracasó en la investigación, el mal policía dueño de una mala conciencia. Soy un hombre perseguido. Y necesito perdón y misericordia y piedad…”, confiesa Samuel Mol, muy avanzada la historia narrativa (pág. 262). Una confesión, sentida y sincera, que permite acceder, por fin, a las claves vitales de El animal piadoso, la última novela de Luis Mateo Díez. El fragmento citado resume y concentra, con claridad, la esencia “histórica” de la novela que, en realidad, encubre un viaje a la conciencia, ejecutado por un protagonista a quien el remordimiento muerde sin pausa. Este breve fragemento posibilita –por supuesto, en una lectura atenta- observar también al lado del germen de la historia, los artilugios sobre los que se despereza la novela, además del oteo, sin problemas, de la esencia vital de la temática abordada. Una temática plural que, desde siempre, fluye -a veces subterránea- en la narrativa del leonés, alimentada por numerosas corrientes que siempre manan abundantes.
Previamente a este momento tan clarificador, las páginas de El animal piadoso se han extendido placenteramente en un juego literario que conjuga la confusión, la vacilación, lo sinuoso, la ambigüedad y el complicado límite entre lo soñado y lo vivido o entre la sutilidad fronteriza de lo imaginado y lo real. El simple vislumbre de la efigie de Elicio Cedal en el Asilo de las Hermanas Penitenciarias poco antes de morir sacude a Samuel Mol y le hace “caminar por una calle que la memoria, y también la imaginación, rescataban del sueño” (pág.2 298) para indagarse y contestar a la duda que escarba en sus entrañas: saber si “en su día se me ocurrieron todo tipo de posibilidades y sospechas” ante la “persona que no podía ser el asesino pero sí estar involucrada, al menos porque no iba a contar lo que él mismo sospechaba o sabía” (pág. 283). La trama, sinuosa y llena de meandros, servirá para descubrir que Beda Covado conoció a Elicio Cedal “poco antes de casarse con Tarso Cedal” y que el criminal tenía sus razones, resumidas por el protagonista en un aserto/interrogación que baila en el aire: “Eres el hijo de los tres. ¿Es eso lo que eres, es eso lo que descubriste, es la razón del crimen…?” (pág. 349). En suma, un grueso y atrayente coglomerado de materiales y de posibles que muestra al menos la capacidad del autor y su manejo técnico sobre el que descansa la novela.
Para ello, tan sólo basta observar el trabajo de cuarteamiento técnico en torno a la historia, sus XXI capítulos que, a su vez, se edifican sobre subcapítulos que, por añadidura, se sostienen en multitud de secuencias con su correspondiente parcelación de la información. Es decir, una técnica ralentizadora que retrasa la información vital para así dar cobijo a una sugerencia permanente con la que atraer a quien se acerca a la historia. Con todo ello, el lector se ve obligado al sosiego, a una captación morosa, degustadora y reflexiva mediante la cual atrapa tanto la belleza derivada de la forma de contar -o de expresarse el autor- como el paladeo que destila el universo narrado proclive a sorpresas continuas, en especial a las que se derivan de lo técnico-constructivo –pongamos por caso: relatos dentro del relato o valor de la secuencia-.
El esquema general funciona: El inicial trazo de los personajes, muy vago, incita a seguir sus rastros – esos seudodiálogos que, en su mayoría, al tratarse de personas muertas, derivan en fantasmagorías- y a ahondar en la alerta que desde ellos se descuelga. La morosidad narrativa y la aparente imprecisión de lo narrado se llenan de insinuación que implica su búsqueda y solución. Así es como Luis Mateo, en más de doscientas páginas, capta al lector y lo ata a la historia que narra. Una indagación que, por la estela de lo contado y de quien lo cuenta –el policiía Samuel Mol- adquiere tintes policiacos que, pese a esa apariencia, no deben ser tenidos como tales. Una clara advertencia: No estamos en una novela de género, sino en la utilización de los esquemas de género para narrar un viaje a la conciencia. No obstante , está claro que su uso, al igual que en toda investigación policiaca, posibilita “congelar” la acción, los hechos y el espacio previos a lo sucedido para, tras las suposiciones y la reflexión permanente, llegar a un epicentro explicativo. Es decir, El animal piadoso sugiere una lectura semejante al hecho de una investigación policiaca, obligada a encontrar y a clarificar el momento previo al alzamiento del telón del caso invesigado –aquí, lógicamente, en el caso narrado-.
Samuel Mol, personaje clave de El animal piadoso, es un policía jubilado, solitario, viudo y, ante todo, aficionado al anís que tiende a charlar y a convivir diariamente con los fantasmas que le visitan desde el pasado. A ello se dedican muchas páginas de la novela. Y, por ello, su dibujo, asfixiante, de batalla personal, marca profundamente el discurrir de la historia con una tendencia muy propensa al meandro. Mol, atribulado por sus fantasmas, recala únicamente en sus propias angustias y busca alivio confesando a su hija –y al lector, por supuesto- el tipo de tormentos que, desde hace tiempo, le agitan. Se trata de tormentos, llenos de espectros, que relata su hija con rápida veracidad y de forma tan inusitada como concluyente, si se confronta con la sinuosidad con la que nos ha llegado el resto de la historia –más de la mitad de la novela-, resumiendo así la causa de su pesar y sus derivaciones. El pasado le está avasallando con la porquería que, hasta entonces, él ha conseguido silenciar y esconder.
No obstante, al igual que otras novelas del autor, en El animal piadoso contiene, junto al lógico valor especular de una realidad tangible, otros aspectos y elementos claves se insinuan. La postura de Luis Mateo Díez es clara ante esos “otros aspectos y elementos”, pues, en casi todas sus novelas, sobre la realidad reflejada, acumula atrayentes atmósferas, siempre cargadas de misterios, que se pierden en una lontananza sin fin donde cabe el símbolo, el mito, la historia, la experiencia personal... Y esa lontananza es de tal envergadura que el mundo imaginado alcanza parecido –por no decir, el mismo- rango que el mundo físico. De ahí que, al adentrarse en las historias del Luis Mateo, se conviva, pese a su aparente desdibujo, con personajes que parecen de carne y hueso. O que se habite espacios que, pese a ser producto de ficción, poseen la misma fuerza que los sentidos como propios y vividos por uno mismo. Es el gran hallazgo del autor: dotar de entidad vital y física a historias, sucesos y personajes que son producto de esa mixtura entre imaginación y memoria –y, por tanto, vida y realidad-.
Como siempre, la memoria es elemento clave en El animal piadoso de Luis Mateo Díez. La memoria frente al olvido. El olvido destruye y la memoria nos construye. Ser personas es ser “memoria”, suma de recuerdos. Se vive un presente incontrolado, tal vez alanceado por la quimera de futuribles deseados, pero, a la postre, sólo somos pasado. El animal piadoso transmite precisamente pasado. De ahí que, aunque el protagonista relate desde un presente que le carcome, los hechos pertenecen a lo acontecido hace catorce años. Es más, lo que se muestra en la novela es la lucha imposible con ese pasado; una lucha que, además de apaciguar el dolor que produce, quiere evitar que, hasta lo no comprendido, desaparezca y deje de ser materia de recuerdo. Una desaparición que, sin embrago, imposibilitaría al protagonista, Samuel Mol, ser lo que es y como es. Es así, porque sin entender/comprender el pasado, sin dilucidar sus tiempos y los engranajes en los que estos se sostienen, difícilmente se puede ser, reconocerse. De ahí que El animal piadoso transite por la memoria, por todos y cada uno de los vericuetos imaginables de la memoria, incluyendo, por tanto, hasta aquellos apenas entrevistos –sueños, quimeras, ficciones…-, ya sean consciente o físicamente no hollado, ya sea evitado como es el caso de Samuel Mol. Un transito, claro está, individualizado –y, por supuesto, metaforizado- en el personaje y andanzas de Samuel Mol. Pues Luis Mateo es muy consciente de que lo máximo se transmite mejor mediante la plasmación de lo mínimo. Es decir, la vida, la existencia generalizada es más visible en le dibujo de una individualidad. Como en este caso, con la de Samuel Mol, policía retirado.
En este dibujo perseguido ayuda mucho el ambiente policiaco. Frente a cualquier otra profesión, el mundo de los policías que investigan crímenes, propicia caminar entre lo previsible y lo verdaderamente acontecido, además de gravitar sobre tal mezcla un sinfín de aspectos que obligan al meandro: la gravitación de la duda, el desánimo ante la nulidad o lentitud de la investigación, la sensación de fracaso ante lo inconcluso, el cansancio de la repetición, la obligación de persistir… en suma, aspectos que recuadran a la perfección la fatigada conciencia de Samuel Mol. El ambiente policiaco ayuda al acertado dibujo de la novela que jamás debe ser leída en policíaca.
Como en otras novelas del autor, los personajes se tintan con rasgos fuera de lo común, especialmente agobiados, obsesivos o propensos a la extravagancia y a la rareza –lo raro atrapa- en medio de la rutinaria vida. Son personajes solitarios y algo viejos que, además, habitan atmósferas con tintes de pasado y tendentes a la ruina… Aspectos, todos ellos, que, además de perfilarlos con claridad, inciden en el sesgo de perdedores, de derrotados. Samuel Mol, por ejemplo, camina físicamente sin ver la fisicidad de las cosas mientras recorre las calles de Armenta y viaja, digamos espiritualmente, al evocar un pasado preocupante que propicia, junto la carcoma de la duda, su delirio espectral. Un delirio de insatisfacción, de derrotado, de remordimiento, de vida perdida. Su deambular físico es similar al tortuoso deambular por su interior. Si Armenta es una ciudad provinciana, reducida y apenas activa que atisba cualquier línea de vida de sus pocos ciudadanos, cuyo aire ahoga y en la que nadie pasa desapercibido, más dura es aún la geografía de su persona. Por ello, Mol mientras pasea físicamente por la ciudad, tropieza espiritualmente, casi en cada esquina, con un fantasma del pasado. Armenta es tan infierno –lo dice el refrán popular: pueblo pequeño, infierno grande- como el agitado interior del protagonista. En resumen, todo cuadra, exterior e interior, fisicidad y psiquis, imaginación y realidad, cerrando los círculos concéntricos de la existencia individual que, por extensión, puede, por supuesto, acabar siendo plural, común, habitual y, sin duda, asumible.
También es clave en El animal piadoso el uso de las palabras. Como en el resto de la narrativa de Luis Mateo Díez, maestro por excelencia, la elección del vocabulario y su inclusión dentro de las frases -siempre acomodadas a ritmos muy significativos-interesa no sólo por lo que transmite de contenidos y de causalidad dentro de la las historias, sino por el manar de emociones. La tendencia al lirismo, tan abundante, por ejemplo, concuerda con el buceo vital de El animal piadoso. La palabra es clave para el viaje hacia el pasado de Samuel Mol; para el retorno a un tiempo de sentimientos y emociones, mientras se intenta la búsqueda de la verdad que aminore la sensación de culpa, de frustración, de derrota que padece el protagonista. Otro tanto debe observarse en los diálogos que, además de centrar el acontecer, permiten indagar el alma. El lenguaje ralentizado posibilita el quedarse varado, por un momento, en los recodos de la memoria, enlodarse en ellos, mediante frases largas y porosas que crean imágenes interminables. Imágenes especialmente destinadas a delinear atmósferas de herrumbre, caducidad, decrepitud, desolación, soledad y hasta aislamiento como exige la travesía vital de Samuel Mol. De ahí que sea básico el uso de ciertos campos semánticos en un lenguaje que responde y dibuja el abandono, la ruina, el pasado, la obsolescencia, la borrosidad, la vaguedad, la imprecisión… todo, claro está, en perfecta sintonía con la evocación de ese mundo apolillado y cubierto por el polvo de catorce años. Samuel Mol -desde el hoy, momento en que se narra la novela- revive, recuerda y reconstruye un tiempo y unos espacios borrosos. Lo cual, además de escenificar una ardua lucha entre realidad vivida y realidad evocada, desencadena la posibilidad del vuelo imaginativo al tiempo que da conciencia de la única realidad irrefutable: la muerte, el olvido. Y, frente a ambos, la memoria.
Luis Mateo Díez. El animal piadoso. Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, 2009. 349 págs.
(Texto publicado en Letra internacional, 105, Enero 2010)
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