Camino de Piazza Armerina, antes y después de Gela, la historia reciente sale al encuentro. Con su tragedia silenciosa. A ambos lados de la s115 magníficos bunkers de la II Guerra Mundial relatan las estrategias de la guerra. Al observar con detenimiento las fortificaciones defensivas se puede imaginar el silbido de las balas y la imposibilidad de atravesar el terreno batido por ametralladoras sin abordar la certeza muerte. La guerra es así. Se rodea de consciente inconsciencia, de prefijada penumbra, de razonado terror, de silencio que atruena. Impone la visión altiva de estos bunkers inmaculados. Atrae su imagen de táctica guerrera y la lógica de la defensa. Pero deja oculta la otra realidad que, luego, en Siracusa aparecerá prístinamente perfilada cuando topemos de lleno con el cementerio británico. Éste, al menos, está envuelto en arte y hasta parece rezumar un cierto esplendor por el contagio con las ruinas de la antigua Siracusa. Se encuentra a escaso trecho del Orecchio de Dioniso y demás Latomias –canteras- con las se levantó la ciudad donde nació el sabio Arquímedes. La estulta sucesión de lápidas idénticas, pese a su imagen fúnebre, deja pasar de largo la realidad numérica y la realidad corpórea de quienes murieron en batalla. Cercado y vallado el recuerdo de la muerte no destila un dolor puro. Incluso, puede parecer una curiosidad más. Otro elemento turístico que vomita el pasado. Y no es así. La verdad, impacta, pero se olvida con rapidez. Un simple fogonazo. La vida sigue: El vivo al bollo, como reza el refrán.
Sicilia es una caja de sorpresas. Lo son sus paisajes cambiantes que combinan, en muy pocos kilómetros, arrecifes y costas de encanto, con secarrales de interior; mares mudos y apacibles con enfurecidas fumarolas en los volcanes, llanuras que, de pronto, se interrumpen con enhiestas montañas que más que accidente orográfico parecen clavadas a propósito. Todo cabe. De repente, apenas se abandonada la pobreza de una ciudad destartalada, aflora la riqueza de la forma más inesperada. A campos abrasados por el sol, pueden seguir bosques, verdes y tupidos, trepando por ondulaciones y laderas. A la planicie ocupada por edificios que se desparraman a la brava, puede encadenarse la técnica y el buen hacer.
Sucede en los alrededores de Gela. Bunkers, pozos de extracción -parecen de petróleo, pero podrían ser para extraer agua. En Sicilia, rodeada de agua, las balsas y presas se acumulan en los campos. Una vista que sorprende cuando el avión va atomar tierra en Trapani-, haciendas, bosques, abundantes plantaciones de chumberas destinadas al cultivo de la cochinilla, chalets y residencias vacacionales. Todo sin descanso, aprisionado en la mirada que va, pasmo tras pasmo, acostumbrándose. La mirada y la conducción, sobre todo en las ciudades, dependen de la costumbre. Cuando conduces, nadie te dice nada, nadie pita. Si haces lo que ellos hacen, no importa la infracción, no importa nada de nada. Lo que jamás perdonan es la indecisión. Por eso, mirar y observar es clave. Clave para acostumbrarse al mundo aparte que, maravillosamente, acaba siendo Sicilia.
En Piazza Armerina, el delirio.
Además del mar de teselas que conforman los magníficos mosaicos de “Villa del Casale”, salvados por la fuerza destructora de la naturaleza –una inundación cubrió de barro esta maravilla allá por el siglo XII-, su emplazamiento en la colina Colle Mira ofrece un espectáculo grandioso que señorea el castillo aragonés (obra del siglo XIV por orden de Martín I, según la información histórica). El interior neurálgico de Piazza Armerina es de calles, callejas, callejones y escalinatas que desembocan en placitas y plazas transportando al pasado. Como en casi toda Sicilia, la plaza capital está dedicada a Garibaldi, hacedor de la Italia actual -como la calle principal a Vitorio Enmmanuele-.
Embruja este fervor por Garibaldi –y por Crispi, otro padre de la patria- grabado siempre en leyendas o en mármol encastrado o grapado a las paredes del centro vital de ciudades y pueblos sicilianos.
Por citar alguna de las muchas maravillas que dejan boquiabierto en “Villa del Casale”, apuntamos la sala hipnotizadora de las gimnastas en biquini –sí, en biquini- que muestran no sólo la moda de la época, sino la abertura moral en tiempos de Maricastaña. Quizá -medito- la moral del desierto, propio de la cultura judía y, por tanto, cristiana, aún no había hecho su mella puritana por estos lares en el siglo III y IV de nuestra era. Por supuesto, también embelesa el mito de Arión y su delfín salvador o los tritones, querubines, nareidas y demás seres marinos que decoran el Frigidarium.
Sólo el calor cayendo a plomo rompe la enajenación del viajero que se siente transportado ante la visión de esta enorme mansión romana. Por fortuna, una ascética ensalada siciliana –patata, tomate, olivas y sardinas- más la correspondiente pizza, regadas ambas con vino bianco d´Alcamo, muy fresco, reconfortan frente a los rayos de un solazo que nos fríe.
Después, rumbo hacia Enna para tomar la “estrada” que lleva a Catania.
jueves, 16 de julio de 2009
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