lunes, 20 de julio de 2009

SICILIA (VII)

Taormina y Siracusa son ciudades muy queridas. Desde la infancia y la adolescencia, forman parte del imaginario personal. Viajo hacia ellas con ansiedad, pero con prevención. Temo darme el batacazo; es decir, que la imaginación se achique ante la realidad. Afortunadamente, no sucede así.

Taormina y Siracusa, junto a otros lugares del mundo como la Tierra del Fuego, el lago Titicaca o, por ejmplo, Ayers Rock y Ulluro en la lejana Australia -ambos a partir de la muy recomendable autohistoria que relata Daisy Bates- son parte indesligable de mi persona. Alguna ya está cumplida –la visita al altiplano de Perú-Bolivia-. Todos son lugares que conforman quimeras en las que siempre he deseado clavar la huella y la mirada. Quimeras –lo se- que responden a la sinrazón. Desde la atracción fonética de un nombre, al impacto de una lectura, la admiración del paisaje a través del cine o a la simpleza de noticias que arrastran tras de sí la imaginación de un muchacho que crece y aprende a meditar.

Nada como la ilusión y el sueño que acompaña, ¿verdad?

Mientras mi entusiasmo por Siracusa viene de la mano del sabio Arquímedes –la memorización de aquel “Todo líquido o gas experimenta una fuerza o empuje vertical hacia arriba…” en los estudios primarios-, el de Taormina no aparece tan claro. Creo que, además del potente halo mitológico en torno al dios Poseidón, el paroxismo del viajero –o sea, el mío- por esta ciudad está ligado al arrebato que el cine grabó durante mi adolescencia. Taormina, en mi magín, se asocia a Rita Hayword, la Garbo y, entre algún otro artista, al increíble y admirado O. Wells. Debí leer en algún semanario de aquel entonces su estancia -¿veraniega?- en tan idílica ciudad. Tal vez. No lo recuerdo con claridad, pero algo hay, borroso, que así lo denuncia. Después, lejos de la historieta de colérico Poseidón y de los chismes en torno a tan queridos rostros de celuloide, vinieron otros asideros. Desde una maravillosa lectura de “El tirano de Taormina”, novela del malogrado Raúl Ruiz, con quien compartí espacio crítico en la revista Quimera –por cierto, traductor del admirado Sciascia: “Mata Hari en Palermo” en la editorial Montesinos allá por los 80 del pasado siglo XX- hasta las noticias varias de escritores que siempre ejercerán su magisterio. Hablo, por ejemplo, de Goethe o Truman Capote que sí recalaron en esta maravilla bañada por el Jónico.

No es de extrañar. Taormina, pese a mis fantasías y dejando a un lado su excesiva tendencia turística, sobrepasa lo soñado y me apasiona como una amante en celo.

Su ubicación altiva en el escarpe de Monte Tauro me deja sin aliento. Aliento que casi huye cuando escalo, en coche, los más de doscientos metros del escarpe que, a su vez, está vigilado por otro, con un desnivel de otros tantos metros, en el que avizora, vigilante, el castillo sarraceno. El ascenso da de bruces contra la gallardía de una población cuidada, rica y con historia abundante. Se adivina a primera vista y se confirma, de forma esplendorosa y patente, con sus cuidados edificios. Sobre todo, en los más queridos, de aires góticos –recuerda al catalán-, en medio de una red urbanística con puro sabor medieval. La Corona de Aragón aflora en cada esquina de las empinadas calles que culebrean ocupando la cima. Y, por supuesto, también los restos grecolatinos. Principalmente, los escasos fragmentos de la Naumachia -paralela al primer tramo de la calle Corso Umberto y, al mismo tiempo, sostén de ésta en la ladera- que permiten imaginar su antigua magnificencia en un punto tan rocoso. Y el Teatro Greco, desde cuya atalaya la panorámica sobre Isola Bella, cabo de Sant´ Andrea, cabo Taormina, entrecortados por bellas calas, es tan indescriptible como voluptuosa. Un paraíso azul, batido por la brisa que sorprende por una ubicación increíble para la Roma clásica. Un paraíso que ahonda la mirada tanto en el horizonte azulado como en el detalle de la ciudad que puede tocar, dada su proximidad, la propia piel hasta rebullir de placer.

Mi entusiasmo se desborda en la descendente via di San Giovani mientras refrigero mi cuerpo. A la sombra, en una minúscula y recoleta terraza, la cerveza es pura ambrosia y la brisa aliento divino. Luego vendrá el paseo por la calle de los artistas.

Antes, hubo otro deleite. En el Museo Siciliano de Artes Populares soñé con el pasado a través de la vestimenta siciliana y la extraña fuerza de sus exvotos. Y, por supuesto, fantaseé con historias de diversa índole. Las enormes –de un metro o más-, coloristas e increíbles “pupis” o marionetas tradicionales que se alinean en el “punto de información” me las han contado. He escuchado las aventuras de Orlando y Rinaldo, fatídicas e increíbles hazañas de bandidos, cosas de santos, hechos históricos de una Sicilia unida la vieja Europa y hasta temas muy propios de la Literatura con mayúscula (Shakespeare, sin ir más lejos). Sucede si se abre el corazón y la mente abandona el espacio físico en el que uno se encuentra. La mirada penetra en su alma de madera atestada de pintura multicolor y las lecturas afloran: sarracenos, caballeros, refriegas bélicas, atmósferas medievales, amoríos, historias de santos.

La Taormina de cuento que cuento, existe. No es un sueño, aunque el exceso de su aire turístico –sé que me repito- le reste enteros para ser auténtica morada de dioses. Pero algo de ello hay. No se dude. Las construcciones decimonónicas, escalando frente a Isola Bella, parecen confirmarlo. Los aristócratas y adinerados europeos de hace un par de siglos debieron sentirse parte del Olimpo.

Vayamos con Siracusa.

Punto uno: Siracusa es un libro de historia.

De la Historia de la humanidad y su transcurrir, por supuesto. El eco viene de lejos y siempre es audible para quien se presta a escuchar su pasado y mirarlo, limpio de arrabios. En Siracusa, los restos de culturas varias se acumulan, entrechocan, superponen y se amasan. Quizá la catedral, ubicada en el corazón mismo de la península Ortigia sea el modelo ejemplar de lo que se acaba de decir. Sobre el espacio del templo griego dedicado a Minerva y, anteriormente, a Atenea –las viejas columnas son muy visibles-, se asentó la mezquita musulmana que, posteriormente, devendría en iglesia barroca como anuncia su portada. Un pastiche maravilloso, multireligioso, multiétnico y, ante todo, insospechado desde el exterior.

Pero hay más, mucho más en la amada cuna de Arquímedes. Lo mejor, después de visitar su tumba, recorrer la Neopilis: Imprescindible, el Teatro Griego, las catacumbas de San Giovanni y, en especial, el altar de Hieron II y las Latomías. En el primero, el altar de Herion II, la imaginación al poder –me resulta imposible plasmar la imagen de 400 toros sacrificados a la vez en su ara (alrededor de un centenar y medio de metros por unos veinticinco tiene este altar) tal como reza la historia-; en el segundo, Las diferentes canteras, la fantasía desbordada –no se porqué, mi memoria cinematográfica sitúa la escena de ”Ben-Hur” (madre y hermana leprosas) en al oscuridad de estas Latomnías: Más en la Grotta Cordari o en la Grotta del Museion que en la Orrecchio de Dioniso-. Fantasías que se reproducen en los nichos votivos y las galerías, junto a la fuente cantarina y borbollante - imprescindible para refrescar en un día de calor- que corona la cima del teatro. También una escapada al Museo Archiologico Regionale (sorpresas).

Punto dos: Ortigia, un museo vivo –y, también, cocina especial-.

Un museo desde la mitológica Fuente de Aretusa que cantara Virgilio –pobre ninfa, acabar convertida en manantial para huir de un dios rijoso. Masculino, claro-, pasando por la belleza arquitectónica del templo de Apolo -en el inicio mismo de la isla de Ortigia que ya no es isla: unión del puente Umbertino- hasta el corretear sin fin por calles, callejas y callejones –la Giudeca o judería con su manifiesta etapa de restauración- que, de verdad, transportan al corazón mismo de la Historia.

Por supuesto, tiendas de antigüedades, paseo junto al mar y parada en terrazas insinuantes. En una de ellas, su restaurante que mira al mar, el pesce sapada con hierbas y limón y la cassata, regados por vino Marsala, sacian la hambruna y cortan el calor. El lugar, refrescado de forma natural, se encuentra en una especie de sótano-bodega que, para mayor frescura, se refrigera con la humedad del agua que, en ambiente de ensueño, reposa en un nivel inferior a éste/ésta.
Después, otro paseo que capta olvidos y detalles esquivos. También una compra con sabor: un collar de plata, preñado de pequeñísimas cajitas, donde las sicilianas guardaban la fotografía de los seres queridos, muertos, ausentes.

Ortigia-Siracusa: Sin duda, tierra de dioses.

La visita se cierra con un granizado de café en plena plaza Arquímedes. Qué menos. Al sabio se deben detalles así. Desde los estudios primarios.

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