viernes, 17 de julio de 2009

SICILIA (IV)

Camino de Catania intento avivar el recuerdo de la obra del escritor realista Federico de Roberto, “Los virreyes”, que leí hace tiempo con entusiasmo. Sin embargo, la memoria apenas vierte unas confusas imágenes sobre la familia aristocrática que protagonizaba la historia con Catania al fondo. Únicamente, la simple línea del argumento. Ni siquiera una mínima resonancia de la atmósfera que debí imaginar al leerla. Pese al esfuerzo, cabos sueltos aquí y allá, sin que consiga atrapar el hilo necesario para recuadrar la historia al completo. Lo mismo me ocurre con los acontecimientos que le daban carne. Volveré a leerla. En cambio, sí recuerdo mejor su libro de relatos “Atestados” (en el sello, creo, del buen editor Mario Muchnik) porque el diálogo era la clave de todo, tan clave que me sorprendió como lector. Federico de Roberto sabía de técnica, de literatura y buscaba, sin duda, una finalidad artística. Tenía conciencia artística, algo que hoy escasea.

Aprovecho el silencio del viaje –mis compañeros o duermen o están ensimismados-. Entre un paisaje que pasa veloz mientras el coche come kilómetros, me pongo a repasar otras lecturas. Comienzo con Giovanni Verga, originario de Catania, autor de “Los Malasangre”, una interesante historia de vencidos que retrata el sufrimiento y empobrecimiento –mayor, si cabe- de una familia de pescadores. Como es típico del realismo –el verismo italiano- atrapa y emociona el reflejo de las condiciones sociales de la clase miserable que retrata. Volveré a recodar la historia de “Los Malasangre” cuando al descender del Etna devoré una apetitosa y suculenta fuente de pescado en el viejo puerto de Aci Trezza, lugar donde Verga ubica la historia, “La terra trema” en adaptación libre para el cine de Luchino Visconti alrededor de los años 50, creo. En Aci Trezza, la buena gastronomía se alía con la buena literatura y la tarde acaba siendo magnífica. De las que dejan huella en el ánimo y punzan a escribir. Garabateo algunas notas. Tal vez, sirvan más adelante.

Sin venir a cuento, quizá porque su maestro fue Verga, en el viaje también rememoro “La casa del callejón” de María Messina que nació al otro lado de la isla, en la provincia de Palermo. Felizmente la tradujo y editó en España, hace muy pocos años, Ediciones de Oriente y el Mediterráneo que comanda la zaragozana Inmaculada. Fue casi en los comienzos de esta brava editorial, pequeña y con seso, a la que seguí con entusiasmo entonces –nunca daba gato por liebre. Hoy sigue, pese a los tiempos, manteniendo esa divisa- y a la que continúo atendiendo por sus novedades. La novela es un grito de mujer, de la mujer subyugada y recluida. Un grito femenino desde la casa a la que se ve obligado a entrar el lector. Allí está Sicilia con ojos y mente de mujer. Impacta. Quizá por eso, Leonardo Sciascia la recuperó del hondón del olvido en la década de los 80. María Messina, autora también de cuentos infantiles con Sicilia al fondo, había muerto en el 44 durante un bombardeo. Casi cuarenta años de silencio.

Cuando ya el viaje toca a su fin -la mole del Etna hace tiempo que se ha hecho presente a la izquierda- no se porqué asociación aparece en mi cabeza el nombre Elio Vittorini. Pues, aunque nació y vivió su adolescencia en Sicilia, su vida literaria de verdad se forjó en la península. Tal vez, pienso, su aparición en mi mente sea debida a la relación con la Guerra Civil española y su oposición a Mussolini –su obra formó parte de mis lecturas preparatorias antes de escribir mi novela “Siempre quedará París” y el libro de relatos “Hermanos de sangre”- o quizá por la sorpresa que supuso la lectura de “Cerdeña como una infancia”, maravillosamente editada en Minúscula, otra de mis editoriales favoritas. Quizá la fascinación que Vittorini trasmite sobre Cerdeña haya sido el eje clave de tan extraña rememoración. Lo confieso: Mi fascinación por Sicilia también comulga de un parecido entusiasmo por el paisaje y el paisanaje. También comulga en la común indagación –en mi caso, pretendida; en el de Vittorini, muy lograda- sobre todo cuanto se asienta el viaje; es decir, sobre la agitación que fluye mientras te preparas ante lo desconocido, la embriaguez del comienzo de ese viaje a lo desconocido, la conmoción ante lo que se observa durante el mismo y la melancolía ante el fin.

Me han hablado mucho de una Catania barroca. No es mi estilo preferido –además de que Noto la supere con creces-. La entrada por el sur, por el puerto, gris al principio, no capta mi interés. Otra nota negativa. Mal comienzo. Sin embargo, la moral se levanta cuando aparecen, bajo los arcos próximos a la muralla, puestos de fruta entre la locura de un tráfico que pone los nervios al borde del abismo. Conducir a la siciliana, absorber los colores de los puestos de frutas, atender a la estructura de las calles, vislumbrar entre tanto caos los edificios y mantener la dirección adecuada del hotel es un trabajo propio de Hércules. Pero, en este día, es cuando más disfruto.

La adrenalina hace olvidar el cansancio y los kilómetros recorridos.

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