Termini, Bagheria y Solunto dan la bienvenida antes de llegar a Palermo. La bahía, espectacular y luminosa, espera como una sensual odalisca tendida en su diván azul. Un Tirreno muy femenino se pierde en lontananza con sus zalamerías. Ansío que todas mis prevenciones se deshagan como un azucarillo en el café. Me han hablado tanto de la desidia, de la suciedad, del abandono que temo lo peor. Por fortuna, Palermo parece haber cambiado. Se nota limpio al enfilar, rumbo al puerto, la Vía Foro Itálico.
La llegada al hotel coincide con el atraque de algún barco, ferri o crucero. La Vía Francesco Crespí –cómo no, uno de los padres de la patria- bulle cual alocado hormiguero. Cambiar de sentido en la vía es una odisea. Nuestro hotel mira al embarcadero de los ferris y cruceros y meter el morro del coche en sentido contrario es como jugarse la vida. Sin embargo, tiene mucho de bullir vital. Es, incluso, divertido. De jugador de póker. Hay que saber intuir la maniobra del adversario y zas, girar en redondo. Casi quemando los neumáticos como en un circuito de fórmula1.
Lo hemos conseguido. Por fin, Palermo en su jugo.
Abandonamos el coche alquilado. Para siempre. A partir de este momento, todo a pie. Incluso, si es necesario, durante la inexcusable visita a Monreale y a Monte Pelegrino. Dos metas claves por motivos bien diferentes. Con el tiempo, desecharé Monte Pelegrino. Una representación de pupis tradicionales bien vale el trueque.
La habitación da al mar. Algunos de mis amigos tienen peor suerte. La suya da cara a la ciudad. A un interior no muy grato. Entre bromas, comentan, que, desde su aposento, Palermo parece recientemente bombardeado. Creo que es el primer choque ante lo desconocido. Es decir, ese golpetazo inicial que siempre hace exagerar. Con el tiempo, tras la derrumbada panorámica de eso edificios, descubriremos un grato mercado al aire libre donde el oloroso salami es estupendo. Al menos en la boca y apaciguando el estómago.
Se impone la visita a la Catedral. Cierra pronto. Llegar a ella es como una etapa del “tour” (Alberto Contador no despega, pero se le ha visto bien en la etapa que en diferido resume la tele. Los italianos se salen, el líder, por el momento es Nocentini o algo así). Más de media hora, calle arriba, en zigzag, vía Cavour, Vía Maqueda. Via Vittorio Emanuele y ¡bumba!, la gran sorpresa: Toda una lección de arte.
Nuestra Señora de la Asunción que, antes fue iglesia paleocristiana, mezquita e iglesia normanda, estalla con una portada maravillosa y un pórtico que, de nuevo, nos lleva al corazón de la Corona de Aragón –gótico catalán-. Los detalles demoran la visita, pero, sin embargo, no aumentan el cansancio acumulado desde el estropicio ante el intento de robo del coche en Catania –enfado y recomposición del recorrido- y ante los kilómetros recorridos desde Catania a Palermo o por los nervios de la entrada a la ciudad en una hora punta. Al contrario, sedan. Hay detalles que obligan a sentarse para masticar lo observado –exterior de los ábsides, inscripción árabe, por ejemplo-. Mirar y reflexionar para ahondar en el pasado es algo muy distinto a posar una rápida mirada de turista al uso. En el interior de la Catedral, la cúpula y, sobre todo, la rareza del meridiano. Éste, con su parte de misterio –localizar el hueco por donde se filtra el rayo de sol, intuir la dirección a seguir, etc.- atrae como un imán. Es una rareza que, sin embargo, tiene su lógica- consume parte del tiempo. Elucubramos sentados en las bancas de la catedral. Como en una tertulia. Hasta que nos echan. Es la hora del cierre. En el exterior, nuevo giro en torno al edificio: ábsides otra vez, el campanile, el palacio obispal adjunto y, de rebote, un breve acercamiento hasta la Porta Nova que, parece ser, conmemora la visita de Carlos V a Palermo. Los atlantes me impresionan. No la talla, sino la mirada y dureza de su rostro mientras, abúlicos, cruzan su brazos. Bajo su ombligo, más rostros ceñudos que acompañan la dureza observada.
Llevado por la ansiedad, retrocedo sobre mis pasos, dirección Vittorio Emanuele abajo. La nueva meta: Piazza Marina y alrededores. He leído que en ella está la esencia del viejo Palermo. El barrio Kalsa, bastión árabe, primero, y, después, de la Corona de Aragón me succiona. En el recorrido, hay sorpresas que me disgustan: desidia y cierta suciedad pegajosa por la basura abandonada. Mucha polución: Vittorio Emanuele apesta a gasolina. Otras se entienden: el barrio sufrió un potente bombardeo durante la II Guerra Mundial –la mafia, escriben los cronistas turísticos, apenas movió sus dedos a la hora de reconstruir. Tampoco es tanto el desaguisado, medito. Quizá esté acostumbrándome a los contrastes de Sicilia-.
En Piazza Marina alucino. Diré que vine en busca de historia y fuíme, lobotomizado, de ella ante la visión de sus ficus magnolioides. Me gusta Santa María della Catena, me atrapa La Gancia, me impresiona, por fuera, el Palazzo Abatellis – sé que en él se halla un “triunfo de la muerte” que no llegaré a ver- y me desilusiona el caserón cerrado que alberga el Museo Internacional delle Marionette. Pero quedo absorto ante los ficus. Tan hercúleos como inesperados, desbocan la imaginación. Troncos que se elevan, raíces que caen de las ramas buscando la tierra, umbrías que insinúan reflejos, claroscuros… Una magnífica atmósfera para imaginar el pasado de esta plaza: lugar de ejecuciones, de teatro, de reuniones, de torneos… y, también, del trágico quehacer del brazo inquisitorial. Quedo petrificado, como un sonámbulo, visitando los espacios donde brotan, crecen o lo que sea estos tres ficus que amamantan mi imaginación. La noche cae y el estómago llama. Pero antes, en penumbra casi, un recorrido veloz por Mura delle Cattive.
Debo volver. Sin embargo, el deseo quedará varado. No podré cumplir el deseo los días venideros. Hay arte a toneladas, para más de un mes. Se debe elegir.
Cerca del hotel, en un restaurante de nombre inglés –sólo de nombre-, saciamos el hambre. La comida sabe a gloria. Es buena, variada, bien condimentada, muy italiana y, a la vez,con toque moderno. El servicio efectivo. El precio adecuado. Después de algunas pruebas por la cuadrícula de Palermo, acabaremos volviendo a él. Más vale pájaro en mano que ciento volando.
Palermo, Monreale, como mínimo, esperan. Mañana será otro día.
miércoles, 22 de julio de 2009
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