El Etna es un dios, temido y querido.
Temido y admirado, sí. Por un lado, es admirable la tierra fértil que desde Catania asciende, entre bosques variados, huertas, campos de almendros, olivos o viñas –al menos, es lo que más se reconoce-, hasta las primeras capas negruzcas sin pizca de vegetación. Sucede en torno a los mil metros de altitud. Por otro, sus 3.320 metros de altura, en una isla en medio del mar, advierte de sus embestidas y de la intensa furia de éstas. Las últimas, por cierto, en la década actual -la del 2002, nos cuenta el guía obligado en las cercanías de la cima, medio enterró refugios como acabo de ver en “la torre del filósofo”, destrozó el teleférico y se detuvo a muy poco trecho de Nicolisi. Escuchando las explicaciones del obligado guía, comprendo las palabras de Sciascia y su figura literaria del gato con la que describe al Etna: Un gato que dormita y ronronea, pero que también puede soltar zarpazos.
Ascendemos los tres coches del grupo por Nicolisi, donde intento dar crédito a una curiosidad. Busco con la mirada, en las calles que atravesamos, algún ejemplar de cirnecco, la raza de perros nativa de los alrededores del Etna. El intento se queda en agua de borrajas. Es normal, con el tráfico y con el solazo que, a comienzos de la mañana, brilla ya, los perros estarán a buen recaudo.
Pasado Nicolisi me atraen las manchas blancas pegadas al volcán, en sus cotas superiores. Asumo ya que son de nieve. Cuando por la autoestrada, dos días antes, recalamos en Catania no daba crédito a esa posibilidad de la nieve casi perenne. Parecía imposible que persistiese en pleno Julio, con el calor que caía. Sin embargo, es nieve. Pura y abundante nieve. Neveros como los del Pirineo. Aunque sepa de la existencia de pistas de esquí, parece no caber en mi cabeza –una estupidez- la combinación de calor y frío, de volcán y nieve. La sorpresa vendrá cuando, después de dejar el teleférico, desde los transportes de enormes ruedas que permiten acercarse a la cima - poco menos de 1000 metros-, vea aflorar capas de nieve. Nieve con espesor de metros, bajo finas capas de ceniza superpuestas. Nieves en un valle imposible e impensable –además de imprevisible- hasta que no accedes a él.
La visión cambiante del ascenso no deja lugar al respiro. Hay que estar atento a tanto cambio natural, aunque parezca idéntico o que nada cambia. No sólo están los cráteres, chimeneas y fumarolas, no sólo están los ríos y cordadas de lava petrificada, cuyas lenguas, llenas ahora de inusitada hermosura, ocultan, plácidas, el amenazante poder destructor de antaño. Hay más, mucha más cosas que mirar y admirar.
Imaginar la devastación pone un punto de temor al lado del gustillo aventurero. Aflora el deseo-miedo de una posible erupción que permitiese ver “in situ” lo que la mirada ha atesorado a través de los documentales. O, más lejanamente, en los telediarios que narraron la última embestida del Etna.
La visión, a ras de ventanilla, que se obtiene mientras se conduce hasta el aparcamiento, se complementa muy bien con la observada en altura montado en el teleférico, primero, y desde el autobuses oruga que aproximan a la cima, después.Cerca de la cima, no me imagino a la ninfa de la que tomó nombre el volcán. Siempre he pensado que una ninfa tendía a ser algo débil y el Etna es todo lo contrario. Débil es diferente de hermoso, otro de los posibles atributos que supongo en una ninfa. En este caso sí que cuadra: el Etna es hermoso, más aún, hermosísimo, difícil de describir entre tanta sorpresa y agobio. También cuadra con la mitología: el fuerte carácter de la ninfa sirvió para actuar como juez, a instancias de Démeter y Hefesto. Y juez es el Etna con sus sacudidas, gobernando la vida de todos los habitantes y de los pueblos y ciudades que se acogen bien en la fertilidad de sus laderas o bien en sus proximidades hasta el mismo mar Jónico.
En esta cota próxima a al cráter principal, apenas se escarba el suelo, aflora el calor. La mano, repleta de la “tierra negra” recién recogida, palpa la vida del volcán aparentemente dormido. Al igual que cuando la mirada avista fumarolas aquí y allá u observa las bombas de antiguas erupciones, diseminadas por doquier. Sí, la visión de los cráteres, neveros y de todo cuanto te rodea es impresionante –la impotencia del hombre ante la fuerza de la naturaleza-, igual de deslumbrante es la panorámica sobre el mar Jónico, perdiéndose en lontananza. O el abismo que desde tal altura se precipita –al menos por el valle del Bove- hacia las ciudades y pueblos como Taormina, Riposto… a un lado, y Ragalna, Paterno, Acireale, Aci Trezza o la misma Catania en la otra dirección.
El Etna es indescriptible. Digamos que sublime, deslumbrante, espectacular, tremendo, terrible… y, también, conmovedor. Los adjetivos no sirven, hay que estar en su halda, sentir su calor, palpar su carne, ver su aliento… Lo intuyo como un padre o una madre que desprenden cariño en medio de una adusta severidad.
El descenso. Ah, el descenso. Otra vuelta de tuerca.
Tensión al cien que seda con rapidez la fritura de pescado devorada en Aci Trezza, muy pasado el mediodía. Tiramos la casa por la ventana: un enorme e ignoto pez de la zona, salmonetes, cigalas, langostinos, calamares, mejillones cubren la enorme bandeja. Comida que se riega con fresquísima cerveza autóctona y que culmina -en Sicilia saben lo que es un buen lamín- un helado italiano.
Se impone el regreso al hotel de Catania aunque la playa envía cantos de sirena. Jornada pletórica
domingo, 19 de julio de 2009
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