sábado, 18 de julio de 2009

SICILIA (V)

Lo que más me choca de Catania no es ese ominoso gris –por cierto, de abandono y no del desvaído color de la lava, el material básico en la edificación, como cabría suponer- que abriga las paredes de sus edificios, ni la sucesión de sus palazzos, ruinosos o restaurados, o la superposición de estos con edificios más pobres o en desquiciante abandono. Lo que choca es su disposición urbanística cuando caminas por vía Etnea, la espina dorsal de la ciudad en todos los sentidos –institucional, comercial, humano, de ocio,…-

En Catania, todas las grandes calles, perpendiculares, se inician con el Etna al fondo y desembocan en el mar, previo choque con la muralla levantada en el siglo XVI. O en sus proximidades. Se tiene la sensación de que esta retícula urbana está muy pensada. Como si sus calles hubiesen sido concebidas con un fin premeditado: en función de constituir auténticas vías para la huida rápida ante el posible furor del volcán en erupción. El Etna, majestuoso, se recorta siempre, desde cualquier parte de la ciudad, como un titán plácido y durmiente. Sin embargo, las fumarolas permanentes, coronando su cresta, dan que pensar.

Sin duda la retícula de la ciudad responde a este fin, porque Catania, fundada en el VII a. C. (Tucidídes dixit), ha sufrido lo suyo ante las acometidas continuas de su inseparable Etna, joven volcán en activo, además del más grande de la vieja Europa. La historia nos cuenta que en 1693 la vieja Catania acabó en escombros entre terremotos y ríos de lava. De ahí, tal vez, la uniformidad en los edificios del casco histórico -la ciudad fue reconstruida casi por completo en el XVIII- y la geometría que, en su centro urbano, aflora por todas partes. Sin embargo, al viajero le encanta que acoja remiendos. Remiendos que, a veces, afean una calle, pero que, en otras, le otorgan un cálido toque humano. El toque de la vida ante la necesidad o ante la obligada creatividad que exige el acomodo frente al existir cotidiano.

Al viajero, como todo visitante que se acerca a Catania, el primer impulso le lleva directo a la Fontana dell´ Elefante, la fuente-escultura que reina en el centro del Doumo y alancea el cielo con su obelisco egipcio. Es, sin duda, un lugar turístico –Patrimonio de la Humanidad-, un punto de encuentro en caso de extravío, un espacio perfecto para reponer fuerzas, para comer, para tomar espléndidos y variados helados o, simplemente, para disfrutar con el ajetreo de los habitantes de Catania quienes, en permanente paseo, trotan calle arriba y calle abajo. Una calle de ensueño que, con buen tino, suele cerrarse al tráfico. Pero lo interesante no está ahí, sino en la seducción del elefante y del conjunto escultórico en el que éste se integra. Y, sobre todo, para quien goce atento, en la base material sobre la que su autor, G.B. Vaccarini, la ejecutó. Fascina su color negro, propio de la lava del Etna. Negro y de lava como en la gran mayoría de los edificios de Catania.

Medito sobre el Etna, destructor y dador de vida al mismo tiempo. Volveré a las andadas cuando ascienda a su cima.

Después de visitar el Castello Ursino, uno de los escasos edificios medievales que aún se mantienen en pie, regreso a vía Etnea para observar el majestuoso edificio de la Universidad, antes del Duomo –una universidad en pleno corazón de Catania, qué fiesta para el estudiante-. Creo que es, también, de rigor entrar en la Catedral. Quiero visitar la tumba de Bellini y acabo alucinado y estancado ante la tumba-escultura de un prelado reciente -¿Dusmet?, creo; no recuerdo- vestido de negro, enguantado en negro y con la faz igualmente negra. Se agita mi magín, mecido entre la visión de tan negruzca funda y el dilema de lo que fue y llegó a hacer para merecer un privilegio catedralicio destinado siempre a los principales.

No obstante, para conocer más a fondo los entresijos de quienes habitan Catania, interesa más, casi de madrugada –se abre a las cinco-, recorrer la Pescheria, el mercado al aire libre más sensorial –vista, oído, olfato, gusto…- de toda Sicilia. Habrá otros similares en Palermo, pero para el viajero no le llegan al calcañar, salvo el específico Mercato delle Pulgi, magnífico rastro de viejo.
Supone una delicia escuchar cómo se pregona la mercancía, ver la frescura del pescado, oler la fruta, la verdura o las especies, atorarte de colores, codearte con el pueblo siciliano – un pueblo “que no se agita” como apuntó Sciascia en su obra “Los tíos de Sicilia”- que va a lo suyo en su cotidiano comprar, vender o simple pasear matando el tiempo. Una delicia increíble que, además de inyectar la idea de caminar por un zoco, enseña unas precisas maneras de vivir e informa sobre las costumbres alimentarias de los catanos. Asombro que aumenta, tras el lento recorrido de ida y vuelta, al avistar la Fontana dell´ Amenano, el río subterráneo, procedente del Etna, que, aflora en la Pescheria. Tal vez –considero- la existencia de la fontana fue el origen del mercado. El pescado necesita de la frescura, tener el agua cerca, lavarse…

Muy cerca, el grandioso palazzo Biscari a lomos de las murallas que cerraban la ciudad frente al mar. Hacia el este, cerca también, el afamado teatro Bellini y un descubrimiento inesperado: Una maravilla de la arquitectura fascista. Se trata de un edificio prisma, muy racional, geométrico, con estudio razonado sobre el uso de la luz natural. Su frontis reza acerca de su finalidad inicial -¿seguirá con esta función?-: “Mutilato” y las esculturas –cuatro o cinco soldados que, sin duda, recuerdan sucesos bélicos concretos y cuerpos de milicia- parecen corroborarlo. En conjunto, la plaza tiene su cosa, un extraño hechizo. El señuelo de la mezcla de estilos, de la quietud, del silencio, cuando menos. Necesito volver de nuevo a la plaza Bellini . Tal vez de noche, privada de la luz natural que la alumbra en exceso. El sol, como en el resto del viaje, cae a plomo y quizá le priva de parte de su embrujo.

Indago y husmeo por la Via Cruciferi y Vittorio Enmanuele II: “chiesas”, plazas y calles con recovecos que agasajan a la mirada. Otra vez, en las proximidades de las ruinas del teatro romano -en ¿San Benedeto o en San Giuliano?- me asalta la efigie, en actitud de bendecir y al aire libre, del prelado enterrado en la catedral. También tiene la cara negra ¿Será lava su material? Vuelta al dilema.

Después de cenar en un recodo próximo a vía Etnea, el regreso a la piazza Bellini. Todo ha cambiado. Los bares y terrazas que casi habían pasado desapercibidos durante el paseo de la mañana, han aflorado como setas. La plaza y sus alrededores están tomados por la gente, en su mayoría jóvenes. Neones, carteles mil, bullicio, gente que pasea, gente sentada en cualquier lugar, grupos que beben, que comentan, que coquetean, que cenan, que se comen la noche… Es la vida en toda su intensidad. Una vida en la que me hundo con fruición sensorial. Escuchar el italiano cantarín, pasear la mirada por un mar de gentes, sentir el placer húmedo de la brisa nocturna, imaginar la vida y las vidas… Mi sueño siciliano. Repaso lecturas y películas, pienso en Giovanni Verga, en los camisas negras de Mussolini, en la mafia y el desembarco aliado en Sicilia… y el tiempo apaciblemente se come la noche.

Hay que regresar al hotel. Mañana espera el Etna.

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